Roomies Por Accidente

CAPITULO | 29 |

SEBASTIAN

Los días que siguieron fueron un desastre. Un verdadero desastre. Un desastre al nivel de no saber ni siquiera donde estaba mi maldito teléfono.

Ese nivel de desastre.

No sabía si lo había perdido en la camioneta de los escoltas, si un paparazzi me lo había arrancado de la mano o si en algún momento lo arrojé contra una pared existencialmente frustrado. Podía ser cualquiera de las tres opciones, tranquilamente.

Lo único que sí sabía era que tenía que volver al apartamento, y hablar con Oriane. Necesitaba explicarle que no desconfiaba de ella, que solo estaba abrumado por todo lo que había sucedido.

Había salido de ahí hecho una tormenta, con la cabeza gritando que me habían traicionado, con más adrenalina que razonamiento. Y ahora… todo se había ido a la mierda, pero de verdad.

William finalmente admitió ante la prensa que , tenía un hijo ilegítimo de veinticuatro años, pero su excusa fue la mejor comedia negra del siglo:

“Me enteré hace solo unos meses.”

¿En serio?

Ni en los peores guiones que leí jamás habrían escrito una mentira tan mediocre.
Y, por supuesto, todas las teorías conspirativas cayeron sobre la persona más fácil: mi madre.

Mi madre. La mujer que había cargado sola con esa sombra durante medio planeta de años.

Yo ya no sabía si quería gritar, llorar o incendiar la mansión de William con él adentro.

—Tienes que salir a hablar, mamá —le dije por décima vez en dos días.

Ella estaba en el sillón, con un suéter viejo que le llegaba a las rodillas, mirando CNN como si estuviera viendo su propia autopsia. Ni siquiera levantó la vista, y se la veía resignada. Se la notaba cansada, pero yo quería sacudirla, hacerla reaccionar y que dijera todo lo que estaba en su pecho, no porque le debiera explicaciones a la prensa, sino porque ya no era necesario esconderse.

—No me interesa hablar ―dijo, determinante.

—Mamá, él está…

—No me importa —me cortó, sin una pizca de duda.

Me ahogué en silencio. Quería que entendiera que ya no tenía que protegerlo. Que había pruebas, correos, mensajes, ADN, chantajes. Que no era ella la que tenía que cargar con sus errores.

—Está echándote la culpa —insistí.

—Sebastián, no quiero seguir en esto —susurró, sosteniendo mi mirada—. Ya bastante te hice pasar todos estos años haciéndote ocultar quién eres de verdad. No voy a seguir peleando. Ya no.

Yo tragué saliva, dispuesto a seguir intentando hacerla entrar en razón.

―Mamá…

—Al menos te reconoció como su hijo, ¿no? —agregó, con una sonrisa triste.

Esa frase me dolió, porque mi madre hablaba como si el reconocimiento fuera un premio. Como si haber salido a la luz por obligación fuera suficiente y todo este caos fuera culpa de ella.

No lo era.
Nunca lo había sido.

—¿A costa de tu reputación? —pregunté, inclinándome para quedar a su altura. Quería que me viera. Que me escuchara. Que entendiera que yo ya no era ese niño que tenía que esconderse detrás de un apellido que no podía usar—. ¿Eso te parece un intercambio justo?

Ella desvió la mirada. Ese gesto de derrota silenciosa me rompió de un modo que William jamás había logrado.

—Lo único que quiero… —exhaló despacio, como si cada palabra le costara arrancarse un pedazo— es que tú estés bien.

—Yo estoy bien. No tienes que preocuparte por mí.

Mi madre me sostuvo la mirada.

—No quiero que él te haga daño.

—Nunca podría hacerme daño más de lo que ya lo hizo —respondí, con la voz ronca—. Ya no puede. No tiene ese poder.

Ella parpadeó, y vi cómo le temblaba la barbilla.

—Lo siento tanto… —susurró, y la voz se le quebró por completo—. Yo… solo quería hacer lo correcto. No entiendo como permití que me manipulara.

Y ahí, por un segundo, volví a tener diez años. Volví a ser el niño que la veía llorar en silencio mientras pensaba que algo en nosotros estaba roto. Volví a sentir ese nudo en el estómago que te dice que tu mundo está hecho de pedazos, pero que igual tienes que salir a sonreír a la cámara.

Me acerqué y la abracé con fuerza.

—No sigas pidiendo perdón por protegerme —dije contra su cabello—. Yo solo existo gracias a ti. Soy quien soy por ti. Todo lo demás… todo lo demás no importa.

Ella se aferró como si le fuera la vida en ello. Y mientras la sostenía, una imagen se abrió paso por mi mente.

Los ojos de Oriane, llenos de dolor. La había dejado sola y ni siquiera la dejé explicarse.

Dios. Era un imbécil.

Apreté los dientes.

—Tengo que volver —dije, separándome con suavidad—. Tengo que hablar con Oriane.

Mi madre no preguntó, porque no hacía falta, solo sonrió.

—Ve —dijo—. Arregla las cosas con ella.

Cerré los ojos un segundo, luego me levanté, agarré mis llaves y salí casi corriendo.

Tenía que verla y explicarle que no la culpaba, que nunca habría podido hacerlo. Tenía que explicarle que solo la miré así porque el mundo se me había caído encima, porque no entendía nada, porque no sabía confiar, porque toda mi vida había tenido que desconfiar.

...

Abrí la puerta del apartamento con el estómago apretado, y apenas la cerré detrás de mí, supe que algo estaba mal. Había demasiado silencio.

—¿Oriane…? —llamé, dudando de si tenía derecho a decir su nombre así después de dejarla hecha pedazos.

No hubo respuesta.

Caminé por la sala. La manta que siempre dejaba en el sillón no estaba, tampoco el cuaderno ese lleno de dibujos horribles de letras que hacía cuando se frustraba, o la taza de café que siempre olvidaba lavar. Algo dentro de mi pecho se rompió.

Entré a la habitación, y me di cuenta que no olia a ella. Su perfume no estaba, ni si ropa. No había una maldita señal de ella en toda la casa. Me dio un ataque de pánico y comencé a recorrer la casa, como un loco, hasta que encontré mi móvil tirado en el suelo, a un lado del sillón.




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