Roomies Por Accidente

CAPITULO | 32 |

SEBASTIAN

Mi plan era simple. Iba a encontrar a Oriane por cielo, tierra y túneles secretos si hacía falta. Iba a explicarle que no desconfiaba de ella, que nunca lo hice, que solo estaba teniendo un colapso emocional estilo Hollywood Edition por culpa de William.

Decirle al idiota de Brett que dejara de meterse en la vida de mi novia (porque, si... ella era mi novia), tomar a Oriane de la mano, besarla hasta que se olvidara de que existía otro hombre en el planeta, y llevarla de vuelta a Los Ángeles.

Y quizá darle un empujoncito “accidental” a Brett antes de irme. Nada grave, solo algo que lo deje un poco incapacitado por… no lo sé, unas semanas.

—Qué suerte que su dirección de Ohio estaba en el contrato de renta… —masculló Pablo desde el asiento del acompañante. Había estado comiendo papas fritas desde que salimos del aeropuerto y el automóvil estaba lleno de migas —. Porque ya me veía golpeando puerta por puerta en este maldito estado de campo hasta encontrarla.

—No seas tonto —respondí, sin apartar la vista del camino—. Tenía mis maneras de conseguir su dirección.

Pablo me lanzó una mirada de sospecha mezclada con resignación.

—¿Maneras legales?

—¿Qué tan legal quieres que sea que te arroje del automóvil en movimiento?

Él resopló.

—Lo tomare como un no rotundo. Perfecto.

El GPS nos fue guiando por calles arboladas, casas enormes con banderitas en los jardines, buzones decorados y esa tranquilidad tan pacífica que no se encontraba en la ciudad. Era bonito… sí, pero no entendía cómo Oriane había pasado de este pueblo Pinterest a un loft lleno de problemas, harina voladora y sexo apasionado conmigo. Aunque, bueno, lo agradecía profundamente.

—¿Crees que está con el tal Brett? —preguntó Pablo, bajando el volumen de la radio.

Yo llevaba pensándolo desde que subí al avión. Desde que descubrí que mi mundo entero podía desaparecer si ella decidía no volver a mí.

Okey, no desaparecería mi mundo, pero se entendía el punto.

—No lo sé —respondí, sintiendo ese nudo desagradable en el estómago.

Lo que sí sabía era que, por mi bien mental y la integridad física de Brett, esperaba que no, porque tenía paciencia para muchas cosas: el caos, las cámaras, los escándalos, incluso mi propio padre…pero no tenía paciencia para ver a Oriane Rhodes en brazos del idiota que nunca supo apreciarla.

La camioneta dobló por una calle estrecha, y mi corazón empezó a saltarme en el pecho como un niño hiperactivo. Doblé en la última curva y… ok, sí. Tenía que admitirlo: la casa de Oriane era enorme, de esas casas que tienen columnas innecesarias, una entrada circular solo para presumir autos que no existen, y un jardín tan perfecto que parecía que las flores firmaban contrato para florecer simétricamente.

—Carajo —murmuró Pablo, pegándose a la ventana—. ¿Seguro que no estamos entrando a Bridgerton?

—No lo digas muy fuerte —respondí—. Capaz sale un duque ofreciéndonos té.

Pero no salió ningún duque. Había algo mucho peor.

Una voz chillona.
Una voz que reconocí más rápido de lo que hubiera querido.

—¡EXIJO QUE ME ABRAS LA PUERTA, ESTÚPIDA! ¡YO SÉ QUE ESTÁ AHÍ! ¡ORI, SÉ QUE ESTÁS AHÍ, NO TE HAGAS LA TONTA!

Pablo se enderezó como si le hubieran conectado un cable de alta tensión.

—¿Esa no es…?

—Sí. Es Tarzia. —Gruñí.

Estaba en la entrada de la casa Rhodes, con una maleta. La empleada de la casa estaba en la puerta, con una cara de molestia inexplicable. La mujer respiró hondo.

—Señorita, se lo repito —dijo, articulando cada palabra como si hablara con un animal salvaje —: la familia Rhodes no está en casa. Fueron al festival. No puedo dejarla pasar.

Tarzia chasqueó la lengua, cruzándose de brazos.

—Mínimamente espero que me dé un lugar para dormir, porque me quedé sin casa por su culpa —gruñó, empujando la puerta con la pierna como si fuera a derrumbarla.

La mujer ni se movió.

—No puedo dejarla pasar —repitió, finalizando su sentencia con un “lo siento” que sonaba a “ojalá el karma haga lo suyo”.

Y entonces, le cerró la puerta en la cara.

Tarzia abrió la boca en un grito silencioso, como si estuviera a punto de imitar al velociraptor de Jurassic Park. Luego vinieron los manotazos. Y los pisotones. Y más gritos. Fue justo ahí cuando Pablo y yo bajamos de la camioneta.

Y su cara… dios. Su cara se deformó como si hubiera visto al mismísimo demonio.
O, bueno… a mí.

—¿Qué…? —susurró, retrocediendo un paso—. ¿Sebastián?

Claro que dijo mi nombre como si hubiera pronunciado su sentencia de muerte.
Porque sí: sabía perfectísimamente que estaba en falta conmigo. Y no una falta menor. Una falta nivel “arruinaste mi vida privada en televisión nacional”.

Perfecto.
Yo también estaba listo para la conversación.

—Dame una sola razón —dije, voz baja, un poco demasiado tranquila— para que no te arruine en este instante.

Ella tragó saliva tan fuerte que casi pude escuchar su tráquea.

—Por favor, Sebastián… —intentó sonreír, pero le temblaba hasta la sombra— no fue mi intención. Yo… estaba furiosa con Oriane y…

—¿Cómo supiste? —la interrumpí, cortante—. ¿Cómo sabías que William era mi padre?

Su boca se abrió.
Nada salió.

Pablo, a mi lado, murmuró:

—Sí, confiesa, demonio vestido de Barbie.

Yo ni pestañeé. Tarzia volvió a tragar saliva, retrocediendo contra la puerta cerrada.

—Ori… Ori nunca me dijo nada —balbuceó―. Yo solo… lo confirmé.

—¿Confirmaste qué? —mi paciencia se estaba evaporando—. ¿Un rumor? ¿Una suposición? ¿Un chisme que te inventaste en una rabieta?

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no eran de arrepentimiento. Eran de pánico puro.
Pánico de “la cagué tan profundo que nadie puede rescatarme”. Y en ese estado desesperado, hizo lo que hace toda persona culpable con el instinto de supervivencia de un hámster:




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