Roomies Por Accidente

| CAPITULO FINAL |

ORIANE

—¡¿SEBASTIÁN?!

La palabra me salió con desesperación, como si hubiera visto a mi mascota meter la cabeza en un enchufe. Por un momento, se detuvo y me miró, pero en ese instante, Brett se le lanzó encima, ganándose su atención.

La gente se abrió en dos, como el maldito Mar Rojo, y ahí estaban ellos: mi ex novio y mi… ¿actual novio falso? ¿hombre con el que tuve sexo? ¿mi compañero de piso?

No sé.

No importaba.

Lo importante era que se estaban agarrando a golpes en medio del festival. Era el tipo de escena que mi yo adolescente hubiera escrito en un fanfiction, donde Draco Malfoy se tomaba a golpes con Harry Styles por mi honor, pero ahora era mi vida real, y quería morirme de vergüenza y enterrarme debajo del stand de limonadas.

Corrí hacia ellos. O lo intenté.

Porque alguien me agarró del brazo.

—Espera… —dijo mi madre, con los ojos entrecerrados, observando la pelea como si fuera una función teatral—. Deja que le dé un par más de golpes.

—¡Mamá! —la reprendí, ahogando un chillido—. ¿Qué carajo estás diciendo?

—¿Qué? Ese chico parece saber lo que hace —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Brett no. Ese pánfilo no sabe ni golpear como se debe.

Pablo estaba al costado, masticando maíz como si estuviera viendo ESPN y apostando por el ganador.

—Sí, ese idiota se lo merece —dijo, sin dejar de comer—. Insultó a Sebastián cuando atendió tu teléfono. Se merece los golpes. Todos.

Abrí la boca.

—¿Qué? ¿CÓMO QUE ATENDIÓ MI TELÉFONO?

—Ah, sí —Pablo señaló con el choclo, como si nada—. Le dijo algo como… “deja de llamar, actor de cuarta”. Y Sebastián casi parte el celular a la mitad.

Mi alma abandonó mi cuerpo por medio segundo.

Oh.
Por.
Dios.

Mientras tanto, el caos continuaba. Brett lanzó un insulto.
Sebastián lanzó SU PUÑO en su rostro. Y yo lancé un grito.

—¡DEJEN DE PEGARSE, POR FAVOR!

Nadie escuchó. Nadie. Ni siquiera el de los churros, que seguía friéndolos como si nada.

Mi madre suspiró, decepcionada.

—Ay, cariño… déjalos. Los hombres a veces necesitan resolver así sus… eh… cosas de testosterona.

―Si… ―dijo mi padre ―. Déjalos.

—¿Qué testosterona, mamá? —la fulminé—. ¡Le van a romper la cara a alguien!

—Mejor para ti y para Brett que sea su rostro el que se rompa —dijo ella, encogiéndose de hombros, igual que si estuviera comprando zapatos y no tratando de impedir un homicidio involuntario.

Entre dos adolescentes comiendo algodón de azúcar rosa y un señor borracho que no sabía muy bien a quién alentar, vi a Brett y Sebastián forcejeando otra vez.

—¡SEBASTIÁN! —grité —. ¡BASTA! ¡Suéltalo!

Sebastián tenía el labio partido, la mandíbula tensa y esa mirada oscura que delataba que estaba furioso. Brett, en cambio, estaba despeinado, jadeando y con una expresión entre “quiero pelear” y “quiero llorar frente a mi mamá”.

Me metí en el medio antes de que alguno me partiera un diente sin querer.

—¡YA! —grité, extendiendo ambos brazos, como si fuera Moisés separando a dos gallos de pelea—. ¡Se terminó! ¡Los dos retrocedan dos pasos!

Sebastián se detuvo primero. Siempre tenía el gesto de un perro grande que no quiere morder, pero podría hacerlo si lo provocaban demasiado. Su pecho subía y bajaba con rabia, pero cuando me vio… parecía sentir alivio.

—Oriane —dijo, con esa voz ronca que me hacía olvidar cómo respirar—. No deberías…

—¡No deberías pelearte en un festival, Sebastián! —le señalé el rostro con indignación—. ¿Qué pretendías? ¿Qué te dieran una medalla por romperle la cara a alguien frente a un puesto de manzanas caramelizadas?

—Él empezó —se defendió Brett desde atrás, sobándose la mandíbula.

Yo giré tan rápido que casi me descarrilo las cervicales.

—¡Tú cierra la boca!

Brett abrió los ojos, ofendido, como si yo fuera la irracional.

—Yo estaba tranquilo cuando este actor de pacotilla…

—¿PACOTILLA? —Sebastián volvió a lanzarse hacia él.

Yo me planté frente a Sebastián y le puse una mano en el pecho.

Error. Gran error. Ese hombre sudado, caliente, respirando fuerte…

Jesucristo.

—No vas a pelear más —le dije, mirando hacia arriba, porque era enorme—. Y menos con él. No se lo merece.

La mandíbula de Sebastián se movió, y sus ojos bajaron hasta encontrar los míos.

—Solo quería…—su voz tembló apenas— protegerte de ese idiota.

Y yo, que venía con todo el discurso armado, perdí el hilo. Perdí el enfoque y perdí la compostura.

La maldita compostura.

A mi lado, Pablo apareció masticando el mismo maíz que aún no terminaba.

—Dios, qué dramón —dijo, como si estuviera viendo una novela turca—. En serio… deberías usarlo en uno de tus libros, Ori.

Mi madre, unos pasos atrás y con un entusiasmo preocupante, gritó:

—¡QUE SE PEGUEN DE NUEVO! ¡ESE IDIOTA SE LO MERECE!

—¡MAMÁ! —chillé, girándome hacia ella.

Brett levantó las manos, ofendido, como si él fuera la víctima en esta tragedia.

—¡Rose! ¡Yo no hice nada!

Mi madre bufó. Y cuando mi madre bufaba… alguien iba a arrepentirse de sus pecados.

—¿No hiciste nada? —gruñó, avanzando hacia él con pasos lentos y amenazantes —. Agradece que no traje mi sartén. ¿Cómo te atreves a avergonzarte de mi hija?

Brett palideció.

PALIDE-CIÓ.

Nunca lo había visto moverse hacia atrás tan rápido en su vida. Si hubiese habido fuego delante de él, no se hubiera apurado tanto. Le tenía más miedo a mi madre que a Sebastián, y eso que Sebastián acababa de casi partirle la cara.

Él me miró, traicionado.

—¿Le contaste?

Yo me crucé de brazos, elevando una ceja.

—¿Por qué respondiste mi teléfono, imbécil?

La gente alrededor hizo ese “Uuuuuuuh” colectivo que anticipa un fin de reputación. Brett parpadeó.

—Yo… pensé que era mío.




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