La librería estaba hasta el techo.
Literalmente.
Había gente subida en las escaleras, gente trepada en los sillones de lectura infantil, gente con carteles, camisetas con frases de mi libro, y un señor de ochenta años que sostenía mi novela como si fuera un artefacto sagrado que debía ser protegido del polvo y de la juventud.
No podía creerlo. En serio, no podía creer estar viviendo esto. Mi vida había dado un giro impresionante, tomando en cuenta que hace solo un año atrás, yo estaba en Ohio, llorando por Brett y soportando los comentarios hirientes de Tarzia.
¿Y ahora?
Ahora vivía en un apartamento que parecía sacado de Architectural Digest, en Los Ángeles, tenía un contrato cinematográfico en marcha, era best seller…
Y tenía un novio que era ridículamente apuesto, famoso internacionalmente, dueño de una sonrisa capaz de derretir acero… y que, además, me quería.
La vida había dado un giro tan extremo que, si se lo contaba a mi yo de hace un año, me hubiera escupido un macchiato en la cara.
Pero aquí estaba. Firme. Sonriendo. Viviendo. En una mesa larga, rodeada de montañas de ejemplares, un cartel gigante que decía BEST SELLER #1 y un micrófono que no sabía usar.
Sí.
La chica que solía escribir escondida en su habitación en Ohio ahora tenía una fila de tres cuadras esperando que les firmara libros. El universo a veces tenía sentido del humor.
Sonreí, di autógrafos, escuché historias adorables, agradecí a todos por leerme, y traté de no llorar cuando una chica me dijo que mi protagonista la ayudó a abandonar una relación tóxica.
—Gracias por venir —decía una y otra vez.
Hasta que él entró. No lo vi al principio. Miré hacia la fila y me llamo la atención. Sudadera negra, capucha baja hasta la nariz, gafas de sol gigantes. Parecía un terrorista.
La gente empezó a murmurar.
—¿Ese no es…?
—¿Es él?
—¿No es demasiado alto para ser él?
Yo apreté los labios para no reír, porque Sebastián, mi Sebastián, la nueva estrella de HBO, el hombre cuya serie había reventado las métricas y ahora tenía fandoms en doce idiomas, estaba disfrazado cual sospechoso en cámara de seguridad, para venir a que yo le firmara su libro.
Él tampoco había esperado que su serie fuese la nueva joya de HBO, y andaba rompiendo corazones en todas las alfombras rojas del mundo. Eso sí, siempre se hacía un tiempo cuando algo importante pasaba en mi vida.
Se acercó a la mesa y yo fingí profesionalismo.
—Hola —dije, cordial, como si no supiera exactamente la forma de su boca, la textura de sus manos y la manera en la que caminaba —. ¿A quién dedico el ejemplar?
Él carraspeó, poniendo voz grave.
—Para… un amigo.
—¿Un amigo? —levanté una ceja—. ¿Nombre?
—Sebastián…
—¿Sebastián?
―Si.
―Yo tengo un amigo que se llama Sebastián también. Quizá sea el mismo.
Él se quedó congelado un microsegundo. Justo lo necesario para que yo supiera que no le agradaba ni un poco la palabra con la que me había referido.
—¿Tu… amigo? —preguntó.
Yo apoyé los codos sobre la mesa, entrelacé los dedos y lo miré igual que cuando revisaba un capítulo y encontraba un error ortográfico.
—Sí —dije—. Un amigo. Guapo, insoportable, actor. Ríe fuerte. Camina como si fuera el centro del universo.
Él ladeó la cabeza.
—Debe ser un tipo… encantador. Deberías casarte con él.
—Es encantador depende del día —respondí, hojeando el libro hacia la página de dedicatorias—. Aunque últimamente está peor… ahora se volvió súper famoso y anda por ahí disfrazado de ladrón de bancos para no causar estampidas.
Un par de personas en la fila se rieron.
—La fama es… complicada —murmuró.
—Ah, sí. Complicadísima —torcí la boca—. Sobre todo, cuando uno se mete en una firma de libros fingiendo que es otro Sebastián. ¿No deberías estar filmando una escena dramática a esta hora?
Él bajó la capucha un poquito, dejando ver la sonrisa torcida que conocía demasiado bien.
—Tal vez —respondió—. Pero vine por mi novia.
—Ah —dije muy despacio—. ¿Tu novia?
—Sí —repitió él, apoyando ambas manos en la mesa y acercándose lo suficiente para que el público detrás se diera cuenta de quién era—. Una escritora. Rubia. Sarcástica. Cruel si se despierta de mal humor. Brutalmente atractiva.
—Qué descripción tan… precisa —balbuceé, sintiendo cómo mi estómago decidía convertirse en algodón de azúcar.
Él leyó mientras yo terminaba la dedicatoria.
Para Sebastián (el peor espía del mundo).
Gracias por estar, siempre.
Te amo— Oriane.
Y en cuanto levantó la vista, sabía que se había acabado la mentira, la distancia, el juego.
—Oriane… —dijo con una voz tan baja que sentí calor hasta en el alma—. Si no te beso ahora mismo, vamos a tener un problema porque voy a cometer un crimen.
—Espera que termine la firma. —Le guiñé un ojo—. No quiero matar fans en estampida cuando se den cuenta de que eres tú.
—Entonces te espero atrás —dijo, y su voz… Dios. Esa voz.
Yo asentí, tragando amor y nervios y orgullo hasta casi quedarme sin aire.
Él se giró para irse. La multitud murmuró al verlo salir.
Una chica gritó:
—¡ESE ERA SEBASTIÁN FITZGERALD!
Y la librería explotó en gritos histéricos. Yo puse cara de no tengo idea de quién es ese señor.
Cuando la gente se calmó un poco, seguí firmando. Pero mi corazón ya estaba afuera.
Y cuando terminé la firma y entré al backstage… me esperaba el hombre que había atravesado estados, peleado con mi ex, sobrevivido al caos de mi pueblo y se había vuelto famoso sin dejar de mirarme como si yo fuera su lugar favorito en el mundo.
Tan apuesto como siempre, sonriendo, y sosteniendo mi libro contra su pecho.
—Felicidades, escritora —dijo.
Lo besé.