Rosa de medinoche

Capítulo 1

Ismael 
 


 

Espero con ansias que acabe la cena, miro con desespero cada plato que traen a la mesa, estos significan algo más que comer, más tiempo que perder. 
 


 

—Me siento muy cansado—me disculpo — ¿puedo retirarme? 
 


 

—Aún no ha terminado la cena—me responde mi padre con un tono seco y despectivo. 
 


 

Ante esta respuesta opto por guardar silencio y seguir comiendo ¿Quién puede discutir con el rey de Kierin? 
 


 

los minutos se sienten como horas y en cuanto mi padre se pone de pie, siento como cae un peso invisible de mis hombros. 
 


 

—Puedes retirarte.—Me ordena. 
 


 

Sus palabras son como una perfecta melodía. Me despido y subo a mi habitación, atravesando con prisa los pasillos del castillo, subiendo a grandes zancadas las enormes escaleras, me apresuro aún más cuando la gran puerta de mi habitación entra por fin en mi ángulo de visión. 
 


 

Mi enorme dormitorio se siente frio y abrumador, debo ser fuerte, no me acerco a la cama para evitar caer en sus redes y no poder levantarme hasta que salga el sol. Camino hasta el gran ventanal de vidrio que cubre una pared entera, se encuentra abierto de par en par; dejándome ver a la perfección la torre de vigilancia mas alta del castillo. El frío de la noche entra con fuerza y cala mis huesos, pero esto tampoco me hace cambiar de parecer. 
 


 

Espero expectante el sonido de los tres campanazos que anuncian el cambio de guardia. El reloj que reposa sobre la cabecera de mi cama marca las once y cuarenta. El tiempo se acaba, camino hasta mi armario y abriendo la primera puerta buscó bajo montañas de ropa aquel morral que he escondido en la mañana. 
 


 

El reloj marca las doce, miro por la ventana, en la gran torre no parece haber ningún movimiento, las campanas aún no suenan. Mis manos comienzan a sudar y mi pulso se acelera. Hace dos años realizó la misma rutina cada noche, pero los nervios nunca me abandonan, sé que me juego la vida con cada movimiento, pero nunca me ha importado y no lo hará ahora. 
 


 


 


 

Escucho el primer campanazo y abro despacio la puerta de mi habitación. El largo pasillo que conecta mi dormitorio con cuatro habitaciones más, incluyendo la de mis padre; se encuentra iluminado por la tenue luz de las antorchas que arden con fervor, sostenidas de las armaduras viejas que reposan en línea rectas frente a la gran pared de ladrillos que cubre el castillo. Con pasos lentos y silenciosos lo atravieso, acelerando la marcha al pasar frente la puerta de la habitación del rey y la reina. 
 


 


 


 

Escucho el segundo campanazo y una vez bajo las escaleras corro hasta la puerta principal, hago un poco de ruido, pero es un riesgo que tengo que correr o no estaré en el gran portón cuando suene la tercera campanada. 
 


 

Como cada noche, cuando suena el segundo campanazo todos los guardias van a formar, esperando el tercer toque  para cambiar de turno, momento que yo aprovecho para cruzar el gran portón sin ser percibido. 
 


 

En cuanto cruzó la línea blanca, que marca el final del castillo me siento libre, me cubro con mi abrigo, para evitar ser reconocido por algunas personas que caminan junto a mí y con el pulso aún acelerado llego a mi destino.
 


 

—¡Cristal!— grito con la esperanza de que mi amiga aún me espere en el lugar de siempre. 
 


 

—Pensé que no vendrías. 
 


 

La veo salir del pequeño bosque que se encuentra a escasos metros del castillo. Enciendo mi pequeña linterna para poderla distinguir entre la espesa oscuridad, la veo iluminada por la luz cegadora de mi linterna. Por fortuna esta parte del reino es poco habitada y nunca está bajo vigilancia. 
 


 

—¡Me vas a dejar ciega!— Me reclama, mientras cubre sus ojos con sus manos. 
 


 

Lleva un ligero vestido color beige y sobre el  una pequeña chaqueta de felpa que cubre sólo hasta la mitad de su abdomen, después de seis años de conocerla no logró entender cómo aún en los días más fríos ella parece estar en verano.  verano. 
 


 

—¿No tienes frío? 
 


 

— La chaqueta es suficiente— Me dice, mientras frota sus manos.
  
 


Gracias a ese movimiento su pequeña chaqueta se sube un poco, dejando ver el precioso cinturón dorado que esta bajo su apenas naciente busto.

Sin disimular lo iluminó, comprobando que es aquel  que llevo en su vestido el día que la conocí, el mismo que luego para el juicio, una semana después. 
Fue acusada por entregarle  unas flores a Lucas, el príncipe insoportable de un reino vecino, no eran cualquier tipo de plantas, estas producían alergia con el contacto humano. 
En su defensa puedo decir que él se lo merecía, además fue todo mi culpa. 
 


 

Esa mañana la reina de Lurel llegó con su hijo, a quien conozco desde muy pequeño y con quien nunca me he llevado bien. Tenía nueve años en ese entonces y él al rededor de doce. En este viaje había traído consigo uno de sus exóticos juguetes, esta vez una pistola de agua, la cual no llenaba precisamente con este líquido.  Me había molestado desde su llegada hasta el desfile por las calles de kierin y fue mi desespero el que me impulsó a buscar un escondite, algún lugar donde se me fuera fácil escapar del pequeño ogro y fue entonces cuando entre a la floristería de los padres de Cristal, lo que no espere fue que Lucas me siguiera, tratando mal a la chica y destrozando el lugar. Al final, pidió unas flores, cristal le advirtió que escogiera otras, pero el empecinado deseaba aquellas de color lila pálido, que eran agradables a la vista, pero peligrosas al contacto humano.  Al llegar al palacio  estaba lleno de ronchones gigantes, rojo como un tomate y con una picazón hasta en lugares inimaginables.  Aquel día agradecí mucho a esa niña, me había ayudado y le dio un merecido al pequeño rufián, como ella le llamaba. 
Sin embargo, él  no demoró en acusarla. Por motivos que aún desconozco el caso no pasó a mayores, pero sus visitas constantes al castillo por razones legales, hicieron que habláramos un par de veces más. 
 




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