El regreso a Santiago había sido complicado, sobre todo para Abril, quien no quería despegarse ni un solo segundo desde la piscina que Dan tenía en su propiedad, ni mucho menos del hermoso medio ambiente que nos rodeaba.
Luego estaba yo, quien no quería separarme ni un solo segundo desde Dan y de fondo, también estaba asustada por regresar y afrontar la realidad. Temía ver a Juan en estado crítico y que no firmara los papeles del divorcio y así también, temía por la salud mental de mis hijas, sobre todo la de Abril.
A pesar de lo violento que su padre había resultado, la pequeña tenía un gran apego hacia él, un lazo muy poderoso que la unía de manera natural a su progenitor. Y eso era algo que yo no podía ni quería romper.
Dan se había quedado en el sur del país, pues su trabajo se lo exigía, y debía estar allí durante un largo periodo de tiempo. Sin dudas había prometido volar a Santiago para visitarnos, pues decía extrañarnos y que lo único que deseaba era que nos mudáramos a vivir junto a él. Aquella opción era algo que estábamos debatiendo, y es que lo único que nos detenía de hacerlo, era la escolaridad de Abril; no quería exponer a la niña a otro cambio drástico en su vida y en tan poco tiempo, ya le bastaba con el cambio de ciudad, el cambio de casa, la ausencia de su padre y mi constante inseguridad.
—Buenos días, ¿cómo están? —pregunté animosa al ingresar al salón de estética en el que trabajaba.
—¡Hola, Kei, has regresado! —gritó una de las empleadas—. ¡Qué alegría verte! —asentí feliz, moviéndome hacia la oficina de mi hermana.
Caminé tranquila por los pasillos de su iluminada empresa y saludé con la mano y simples gestos al resto de trabajadores que por allí se topaban. Había recargado baterías junto a Dan y aunque no lo crean, había extrañado a mi hermana y el salón, además de mis compañeras de trabajo.
—Hola, Kelly, ¿cómo estás? —saludé al ingresar a su despacho y me acerqué para abrazarla.
Kelly respondió a mi saludo, pero el apretón no fue tan fuerte como solía ser, algo que me extrañó y me llevó a mírala con desconfianza.
—Ho-Hola... ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó, mirándome con desconcierto.
—Aquí trabajo —dije, riéndome con alegría—. ¿O ya me despediste?
—¡¿Qué?! —interrogó furiosa y exaltada—, no, jamás haría algo así, eres mi hermana y te estas superando como nadie, pero ¿no deberías estar en el hospital? —destacó mi buen trabajo y luego preguntó en referencia a Juan. Arrugué el entrecejo y me derretí de mala gana en la silla que estaba frente a su escritorio—. No, no me has pucheros, es en serio —exigió, apuntándome con un dedo ante las infantiles muecas que le dediqué.
—No puedo —musité con una voz de recelo.
—Puedo ir contigo. Margaret está aquí, puede controlar todo mientras no estoy —explicó, refiriéndose a una de sus empleadas de confianza—. Kei, es el padre de tus hijas, como mínimo merece que vayas a visitarlo. Además, el doctor ha insistido en hablar contigo y no con Michelle, pues no muestran parentesco. En cambio, tu eres su esposa —dictó y suspiré tan fuerte que levanté los hombros.
—¿Sabes si ya despertó?
—Sé que ayer por la mañana estuvo consciente pero no dijo ni pio —contó y una amargura subió por mi pecho—, y para la tarde, pidió hablar contigo.
—¿Conmigo? —pregunté, señalándome—; es una broma, ¿verdad? —insistí a lo que mi hermana negó, dedicándome una triste mueca—. Infeliz de mierda —musité entre dientes.
—Sé que es complicado, pero él quiere verte. Haz un esfuerzo, tal vez logras que ceda de una vez y que firme ya los papeles del divorcio —interceptó antes de que hiciera un escándalo de inmadura adolescente, llevándome a razonar con lentitud.
—¿Vendrás conmigo?
—Siempre.
Tras un agradable desayuno de hermanas, donde revivimos los buenos momentos de mi fin de semana junto a Dan y sus amigos, Kelly y yo decidimos que ya era hora de visitar al desgraciado de Juan, mi casi exmarido.
Caminamos por las calles de Santiago, disfrutando del suave sol de verano, sumidas en una agradable charla que se basó en todos aquellos muebles que quería conseguir para el nuevo departamento que compraría con el dinero que me correspondía de mi antigua casa.
Sí, me había decidido a vivir en Santiago, cerca de mi hermana, de mis padres, pero por sobre todos ellos, cerca de Dan, el hombre que me componía y que me curaba día a día. Y dentro de todo ello, no estaba dispuesta a conseguir cosas muy ostentosas, pronto Violeta comenzaría a caminar y de seguro a destruir cuanto mueble tuviera enfrente. Ya había vivido la experiencia con Abril, quien había terminado pintando con acuarelas de diversos colores, unos exclusivos divanes que habíamos conseguido en Francia.
Mi hermana, quien poseía mucha más experiencia en compras inteligentes que yo, me recomendó una tienda que se dedicaba a restaurar viejos muebles y también a venderlos a precios más económicos. Durante el camino, acordamos un día para visitarlo, pues comenzaba a sentirme ansiosa por mudarme y tener aquella privacidad que tanto merecía.
Para cuando llegamos a la sala de espera del hospital, una amable enfermera nos indicó que mi marido se encontraba en cirugía por lo que tendríamos que esperar a por él y así también por el doctor que trataba sus problemas de salud. Si bien no comprendí muy bien a qué se referían con aquella referencia, preferí guardar silencio y esperar, pues seguía sin estar lista para afrontar las consecuencias.