Rosa pastel

20. Doble vida

 

Aquella noche mis capacidades como mujer madura y fuerte se vieron completamente atormentadas por el miedo de perder a una familia. 

Pero ¿qué clase de tonta es esta?, dirán ustedes, de seguro criticándome con mi falta de criterio al procesar y recordar mi pasado. 

Sí, yo recordaba bien mi pasado. Recordaba al pie de la letra y con repetitivas imágenes cada dolor y cada golpe que Juan, mi ahora parapléjico marido, me había dedicado. Pero ¿qué iba a ocurrir con mis hijas? ¡Y su futuro!

Definitivamente yo no estaba en condiciones de armar un futuro, no tenía la fuerza suficiente ni para hacerlo conmigo, ¿cómo se suponía que sacaría adelante a una familia?

Mi cabeza se repletó de planes y mentiras, unas más blancas que otras, pero todas llegaban al mismo efecto: bomba. Tarde o temprano, todas iban a explotar; yo lo sabía, pero, aun así, cobarde y asustada, decidí correr el riesgo.

Para cuando Dan llamó aquella noche, me referí a lo que había ocurrido con mi marido y su fatal accidente. Conté parte del drama, pero no todo en sí, omití aquella parte en que yo me convertía —sin saber por qué—, en el pilar fundamental de su rehabilitación y su mejoramiento. 

Dan aceptó mis explicaciones con suma madurez e incluso, a pesar de lo cansado que se sentía, me brindó todo su apoyo y charló conmigo hasta altas horas de la madrugada, transmitiéndome paz y tranquilidad. 

¿Por qué yo? Me dormí con esa pregunta entre mis pensamientos, donde una y otra vez creí que estaba bajo un cruel castigo, pues el solo hecho de pensar que estaría en una habitación con Juan, me hacía temblar y no de muy buena manera. Yo temblaba de pavor.

Pero ¿qué podría salir mal?, si el muy desgraciado estaba postrado en una camilla y seguiría así, solo que ascendería a una silla, la cual le entraría un poco más de movilidad, pero no las herramientas para acercarse ni tocarme. 

¿Qué podría salir mal?, nada, absolutamente nada. 

Yo solo iba a ser espectadora de su rehabilitación, tal vez una clase de niñera para adultos. Pero no iba a dar mi brazo a torcer, no iba a acceder ante él, ni a sus ocurrencias.

Para cuando la mañana llegó, me levanté más temprano que nunca y decidida a no perder el tiempo, me dirigí —después de dejar a mis hijas en sus respectivos establecimientos educacionales—, al seguro de salud que Juan y yo compartíamos. Al principio todo fue muy tedioso y las cláusulas que el seguro estipulaba eran tan desgraciadas como mi pasado. 

Pero, poco apoco, y con el uso de mi simpatía, la ejecutiva me ayudó a encontrar la mejor fórmula que pudiera beneficiar a nuestra cuenta bancaria. Las rehabilitaciones que el doctor le dedicaría a Juan eran tan costosas que me sentía embaucada, pero he aquí mi dilema: si Juan no volvía a caminar, al menos a recuperarse psicológicamente de lo ocurrido, ¿cómo podría mantener a mis hijas si el desdichado no iba a trabajar? Siendo camarera no iba a sobrevivir, pues sin una carrera universitaria muchas puertas se cerraban para mí. Mi hermana había sido muy caritativa conmigo y durante mucho tiempo, y a pesar de que sí quería seguir trabajando para ella en el salón, no quería continuar invadiendo la privacidad de su hogar. 

Estaba atrapada en un lio económico, y aunque el dinero era lo que menos me importaba en la vida, en este momento las cifras que tenía en mi cuenta de ahorro comenzaban a estrangularme con burla.

El seguro, y tras un par de arreglos que me beneficiaban a mí y a mi familia, cubriría el cien por ciento del tratamiento, pero solo por un transcurso de noventa días. O sea, tenía menos de tres meses para hacer que Juan se recuperara y lograra levantarse. No me refería a que caminara otra vez, pero sí que se levantara, guiado por sus propias motivaciones.

Para cuando el fin de semana llegó, Dan indicó que no viajaría a Santiago, pues su trabajo demandaba demasiado como para alcanzar a moverse por un día. Y no me negué ante ello, pues su ausencia me entregaba mayor flexibilidad a la hora de correr al hospital y ayudar al doctor y a Juan.

Si, como leyeron, estaba ayudando a Juan, mi desgraciado e infeliz marido, pero no crean que me revolvía el estómago y me repletaba de mariposas al verlo, bueno sí, pero todas esas mariposas estaban provocadas por repulsión y un odio que no lograba satisfacerme nunca. 

Michelle fue de poca ayuda, pues su avanzado y riesgoso embarazo, terminaron convirtiéndose en un gran dolor de cabeza. Más para mí, que me convertí en su matrona personal.

Era domingo por la noche y los pies me palpitaban por el efecto del arduo día que había vivido. La enfermera que cuidaba de Juan me había enseñado a bañarlo sin mucho esfuerzo, y es que mover a un hombre de más de ochenta kilos se volvía realmente complicado, más para una debilucha como yo. Levanté las manos para terminar la trenza de Abril y los brazos me temblaron ante el cansancio físico y emocional que sentía. Estaba segura de que me había contenido el llanto durante todo el día, y así también estaba íntegramente segura de que cuando estuviera a solas, lloraría desconsoladamente.

Lloraría de rabia. 

Rabia. Mucha rabia.

El estado de Juan me hacía sentir ira, pues todo su problema físico y emocional, recaía directamente sobre mí, pues había comenzado a vivir una doble vida. Para mi hermana, yo era una mujer fuerte, que ayudaba a mi marido a salir adelante, por mantener una familia segura. Para mis hijas, yo era su heroína, pues a pesar de todos los infortunios que había vivido para con su padre, me había quedado a su lado, ayudándolo; para Dan, yo era la mujer maravilla, una mujer que podía con todo. Y para mí misma, yo era una cobarde sin alma, tal cual Cruz alguna vez me había dicho.



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En el texto hay: maltrato, divorcio

Editado: 24.04.2019

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