La mañana siguiente llegó con sol tenue y tensión silenciosa.
Isa desayunaba en el jardín trasero de la casa Moretti.
Servilletas bordadas. Té Earl Grey. Una tarta de limón que no probó.
Aparentemente, era una princesa de porcelana disfrutando de su nueva vida.
Pero su mirada no dejaba de buscar reflejos en las ventanas, sombras detrás de los arbustos.
Esperaba algo.
Y llegó.
Primero, el ruido seco.
Como una rama rota.
Luego, el silbido.
Un disparo.
Isa se agachó sin gritar. El impacto estalló contra el respaldo de la silla, justo donde su cabeza había estado segundos antes.
Guardias corrieron. Alarmas se encendieron.
Pero Isa solo se quedó ahí, arrodillada entre flores aplastadas, sin una pizca de miedo en la cara.
Como si lo hubiera esperado.
Cuando Elías llegó, no gritó.
No preguntó si estaba bien.
Solo la miró.
—¿Estás herida?
—¿Decepcionado? —respondió ella, limpiando el polvo de su vestido—. Lo siento. Tendrás que intentarlo de nuevo.
Él no respondió. Pero sus ojos hablaron.
Furia.
No por ella.
Por alguien más.
—Ese disparo no era mío —dijo, y por primera vez, Isa vio algo real en él: preocupación. Auténtica.
—No era para mí —murmuró ella—. Era para ti.
Y entonces, por un instante, no fueron enemigos.
Fueron dos piezas en el mismo tablero.
Dos futuros cadáveres si no se cuidaban las espaldas.
Elías la tomó del brazo.
Con fuerza, pero sin violencia.
—A partir de ahora no sales sola —ordenó.
Isa lo miró, alzando el mentón.
—¿Celoso, Elías?
—No.
Previsor.
Tú y yo aún no hemos terminado.
Ella sonrió.
Esa sonrisa que no era dulce.
Era una promesa.
—Oh, lo sé.
Apenas estamos empezando.