Isa esperó hasta que el auto de Elías desapareció tras los portones.
Luego se levantó de su silla, tan tranquila como si fuera a tomar un té.
Pero no fue a la cocina.
Fue al ala este de la casa.
Donde él guardaba los secretos.
Entró sin hacer ruido.
Forzó la cerradura de la oficina privada que supuestamente estaba fuera de su alcance.
Tardó solo dos minutos.
Un alma dulce, sí.
Pero con manos que ya habían robado más de una vez para sobrevivir.
Y entonces lo vio.
El mapa. Las fotos. El nombre.
Lucien.
Su hermano no solo estaba jugando sucio: estaba cortando las rutas de distribución de Elías, atacando sus cuentas, sembrando desconfianza en sus aliados.
Era una guerra encubierta.
Y Elías no se lo había dicho.
Porque no confiaba en ella.
Perfecto.
Ella tampoco confiaba en nadie.
Isa llamó a alguien.
Uno de sus contactos. Viejo. Secreto. Peligroso.
Organizó una reunión.
Y fue.
Sola.
En un club del bajo mundo donde las mujeres como ella no entraban con vestidos rosa.
Entraban para no salir.
Pero Isa caminó como si fuera dueña del lugar.
Y cuando el tipo intentó rechazarla, solo necesitó decir una palabra:
—Lefevre.
Eso bastó.
Salió de ahí con una ubicación. Un cargamento. Una hora exacta.
Y corrió.
Llegó justo cuando los disparos comenzaron.
Elías estaba acorralado en un depósito abandonado.
Tres hombres caídos.
Un balazo en el brazo.
Y los ojos inyectados de rabia.
Cuando la vio, su rostro cambió.
No a alivio.
A furia.
—¿Qué demonios haces aquí?
—Salvándote —dijo ella, y le lanzó el arma que había traído.
Elías la atrapó.
Disparó.
Uno. Dos. Tres.
Cayeron.
Silencio.
Respiraban agitados.
Él sangraba.
Ella estaba perfecta, salvo por la adrenalina corriéndole como fuego bajo la piel.
Elías la miró como si no entendiera quién era.
—¿Cómo sabías dónde…?
—Porque soy tu prometida, no tu rehén —respondió Isa, con la mirada afilada—. Si no vas a confiar en mí, al menos respétame.
Él se acercó.
El brazo herido colgaba, pero sus ojos eran cuchillos.
—Te dije que no salieras de la casa.
—Y yo te dije que no me perteneces.
Silencio.
Tensión.
Y entonces, Isa se inclinó, sacó una pequeña navaja de su bota y le cortó la camisa.
—¿Qué haces?
—Cállate, o te desmayas por macho orgulloso —susurró, limpiando la herida con una tira de tela que arrancó de su propio vestido.
Elías no dijo nada.
Solo la miró.
Como si no supiera si quería estrangularla o besarla.
Como si, por primera vez, entendiera que esta mujer era capaz de matarlo… y de salvarlo.
Y eso era más peligroso que cualquier bala.