—¿Quién autorizó su presencia en la reunión? —La voz de Dario, uno de los hombres de confianza de Elías, cortó el aire como un látigo.
Isa sonrió.
Vestido celeste, cabello recogido, labios rosa.
Parecía lista para una merienda.
No para sentarse en una mesa llena de asesinos.
—No necesito autorización para estar donde me corresponde —dijo, cruzando las piernas con elegancia.
Silencio.
Los hombres se miraron entre sí. Confundidos. Incómodos.
Elías no dijo una palabra.
Solo la observaba desde el extremo de la mesa, como si esperara que se clavara sola el cuchillo.
O que lo clavara ella.
—La reunión es sobre la distribución del puerto —continuó Dario—. No es un tema para mujeres.
Isa lo miró, ladeando la cabeza con una dulzura casi infantil.
—¿Y qué tema sí lo es? ¿Las flores? ¿El color de las servilletas en tu funeral?
Elías sonrió apenas.
Solo Isa lo notó.
—Isa —dijo con tono suave, peligroso—. Sal de la sala.
—No.
El aire se congeló.
Nadie lo desobedecía.
Nadie.
—¿Qué dijiste?
—Dije no, Elías.
Estoy harta de fingir que soy solo un adorno a tu lado.
Yo sé lo que está haciendo Lucien.
Yo sé cómo piensa. Y sé que si seguís tomando decisiones con estos hombres que aún creen que los sentimientos son debilidad, él va a destruirte desde adentro.
Todos miraron a Elías.
Isa acababa de desafiarlo delante de su mesa.
Delante de su mundo.
Y él... se levantó.
Caminar hacia ella fue como un acto sagrado.
Cada paso, una sentencia.
Hasta que quedó de pie junto a su silla.
Isa no se movió.
Ni un centímetro.
Él se inclinó. Le habló al oído. Bajo. Sucio. Verdadero.
—¿Sabes cuántos hombres he matado solo por levantarme la voz?
Isa giró el rostro, rozando sus labios con los de él.
Un susurro.
Una amenaza disfrazada de ternura.
—¿Y sabes cuántos hombres se han arrodillado frente a mí… después de jurar que jamás lo harían?
Elías apretó la mandíbula.
Luego se giró hacia los demás.
—Se queda.
Dario se atragantó con el silencio.
—Pero—
—He dicho que se queda.
Y así, Isa se sentó entre leones y sonrió como una niña buena.
Mientras los demás se retorcían en sus sillas, porque sabían que algo acababa de cambiar.
Ella ya no era solo la prometida del jefe.
Era una amenaza con perfume de vainilla.