El sonido del disparo llegó a sus oídos antes que el mensaje.
Pero cuando su teléfono vibró con el nombre de Isa en pantalla, Elías ya lo sabía.
Algo había pasado.
Y no era algo pequeño.
Colgó la llamada de los Varga sin pedir disculpas.
Tomó su auto, solo.
Velocidad brutal.
Silencio asesino.
Al llegar a la casa, el aroma metálico de la sangre lo guió al jardín trasero.
Allí estaba ella.
Isa, de pie entre las flores.
La bata blanca salpicada de rojo.
La mirada… intacta.
Elías bajó las escaleras de piedra sin decir palabra.
Los guardias se apartaron como perros asustados.
Marco estaba tirado.
Sollozando.
La pierna destruida.
Y la herida en el cuello… exacta.
Isa no había querido matarlo.
Solo recordarle quién era.
—Salgan todos —ordenó Elías.
Su voz no fue más alta que un susurro.
Pero fue suficiente.
Cuando se quedaron solos, la miró.
—¿Qué hiciste?
Isa lo sostuvo con la mirada, sin parpadear.
—Sobreviví.
—¿Quién te dio permiso?
—¿Necesito permiso para defenderme?
Elías se acercó.
Los dedos manchados de sangre.
Los ojos como hielo líquido.
—Pudiste matarlo.
—Y no lo hice.
—Pudiste morir.
—Y no lo hice.
Silencio.
Isa lo desafió con cada centímetro de su cuerpo cubierto por aquella bata manchada.
Una pintura perfecta de una flor…
que sabía cortar.
—No quiero que toques mis hombres —gruñó él.
—Entonces elige hombres que no quieran tocarme a mí —respondió, con la voz suave como terciopelo.
Elías se quedó quieto.
El odio y el deseo chocando dentro suyo.
Isa se giró para irse.
Pero él la tomó del brazo.
—No hemos terminado.
Ella lo miró por sobre el hombro.
Tan dulce. Tan feroz.
—Yo sí.
Se soltó con delicadeza.
Y caminó de regreso a la casa.
Elías se quedó allí, mirando las flores manchadas.
El perfume de lavanda flotando aún en el aire.
Y supo, con una certeza oscura, que Isa era una bomba vestida de inocencia.
Una que él mismo había traído a su mundo.
Y que ya no podría controlar.