Isa se enteró antes de que se lo dijeran.
Lo sintió.
En el aire. En los pasos del personal.
En la forma en que los guardias bajaban la mirada al pasar junto a ella.
Algo había cambiado.
La noche anterior, ella había defendido su espacio.
Pero lo que Elías había hecho después…
Fue más que venganza.
Fue una sentencia.
Lo confirmó cuando entró en su despacho sin pedir permiso.
Lo encontró revisando unos papeles, con la calma de siempre.
Traje negro. Reloj de acero.
Como si no acabara de destruir a un hombre.
—¿Qué hiciste con Marco?
Elías no levantó la vista.
—Lo que había que hacer.
—Quiero detalles.
Ahora sí la miró.
Y en sus ojos, no había rastro de arrepentimiento.
Solo una calma peligrosa.
—Le dejé marcas que no vas a ver.
Pero que él va a sentir cada vez que respire.
Isa apretó los labios.
—Yo ya lo había castigado.
—Y yo ya te había dicho que no toques a mis hombres —respondió con frialdad—. Ahora él no es mío. Es un ejemplo.
Ella caminó hacia el escritorio.
Cada paso suyo resonaba como un eco tenso.
—¿Lo hiciste por mí?
—Lo hice por mí —corrigió—. Porque nadie toca lo que es mío sin pagar el precio completo.
Isa lo observó.
Quieta. Silenciosa.
Y luego sonrió, con esa dulzura venenosa que solo ella sabía usar.
—¿Y si algún día te traiciono yo?
Elías no contestó enseguida.
Se levantó.
Rodeó el escritorio.
Se acercó tanto que Isa pudo oler su perfume oscuro. Cuero y pólvora.
—Entonces me mataré después de hacerlo, Isa.
La frase quedó flotando entre los dos.
No había romanticismo en su tono.
Solo una verdad brutal.
Elías no amaba como los demás.
Amaba como un arma.
Ella bajó la mirada… y rió, suave.
—Qué suerte que no pienso traicionarte, entonces.
Elías le levantó el mentón con un dedo.
—No.
Qué suerte que yo aún no haya perdido la cabeza.
Pero ella lo supo:
ya la había perdido.