La invitación había llegado marcada con un sello dorado y una sola palabra:
“Presencia obligatoria.”
Elías no necesitaba ser obligado.
Su poder hablaba por él.
Pero esta vez…
esta vez decidió llevar a Isa.
Cuando bajó las escaleras y la vio, supo que los demás estaban perdidos.
Vestido de seda rosa pálido, espalda descubierta, perlas en el cuello.
Inocencia envuelta en veneno.
Ella se acercó con una sonrisa sutil.
—¿Vamos a fingir que somos una pareja feliz? —susurró.
—No.
Vamos a hacer que todos deseen ser nosotros —respondió Elías, tomándola del brazo.
La gala se celebraba en una mansión antigua, bajo lámparas de cristal y el olor denso del dinero sucio.
Los mafiosos más temidos del país estaban ahí.
Y sus esposas… eran versiones huecas de lo que alguna vez fueron.
Joyería brillante, risas falsas, ojos apagados.
Isa atrajo todas las miradas.
Y no por lo que decían.
Sino por lo que ocultaba.
—¿Quién es la nueva? —murmuró uno de los hombres al pasar.
—Una muñeca más. Bonita, seguro vacía. —rió otro.
Isa los escuchó.
Los analizó.
Y sonrió como si no entendiera.
Pero sus ojos… esos ojos hablaban de cálculo.
Durante la cena, Elías se mantuvo frío.
Elegante. Peligroso.
Pero Isa…
Isa jugó su papel con una perfección escalofriante.
Rió en los momentos correctos.
Cruzó las piernas con gracia.
Hizo preguntas tontas que dejaban al descubierto los errores de los hombres en la mesa.
Hasta que llegó el momento perfecto.
Lucien estaba allí.
El hombre que alguna vez la crió entre gritos y sangre.
Ahora con otro nombre. Otra cara.
Pero el mismo monstruo bajo la piel.
—¿Tú debes ser la flor de Elías? —dijo, besando su mano.
Isa sostuvo la sonrisa.
Pero Elías sintió cómo se le tensaba el brazo.
—Depende. ¿Qué clase de flor te gustaría que fuera?
Lucien rió.
—Una que no tenga espinas.
Isa ladeó la cabeza.
—Entonces me temo que esta te va a cortar.
Y por primera vez en la noche, la mesa enmudeció.
Los mafiosos dejaron de sonreír.
Porque entendieron:
esa mujer no era una decoración.
Era un mensaje.
Y Elías, sentado a su lado, no apartó la mirada de ella ni un segundo.
Porque por dentro…
se estaba incendiando.
No de furia.
De orgullo.
De deseo.
De miedo.
Porque Isa acababa de hacer lo que nadie había logrado en años:
—Robar la atención…
—Y el respeto de todos los hombres en esa sala.