La puerta del penthouse se cerró detrás de ellos con un clic seco.
Isa soltó la mano de Elías.
Lenta. Deliberadamente.
El silencio entre los dos era casi físico.
Cargado de todo lo que no se habían dicho.
Elías caminó hasta la barra, sirvió whisky en un vaso y lo bebió de un trago.
Isa se quitó los tacones, uno a uno, y los dejó caer en la alfombra.
Luego se giró hacia él.
—¿Disfrutaste tu show de poder?
Él alzó la mirada.
Y sus ojos… estaban oscuros.
No de furia.
De deseo contenido.
—¿Disfrutaste tú jugar a la víctima? —respondió, con voz baja, rasposa.
Isa ladeó la cabeza.
—¿Y si no estaba jugando?
Elías caminó hacia ella.
Paso a paso.
Como un depredador en silencio.
—Vi su rostro, Isa.
Vi cómo lo dejaste tirado en el suelo antes de que yo disparara.
Sabía que mentías.
Y aun así… decidí arrasar con todo.
Isa no retrocedió.
Ni un paso.
—¿Por qué?
Elías se detuvo frente a ella.
La miró con intensidad brutal.
—Porque me perteneces.
Y si alguien te toca, aunque sea con una mentira, yo reacciono con una verdad.
Una verdad violenta.
Una verdad absoluta.
Isa tragó saliva.
No de miedo.
De fuego.
—Entonces, ¿qué soy para vos?
¿Una pieza?
¿Una corona?
¿Un arma?
Él bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron su oído.
—Sos todo eso.
Y sos la única debilidad que acepto tener.
Isa lo empujó contra la pared.
Sin fuerza. Solo presencia.
—¿Y si algún día soy yo la que dispara primero?
¿Podés vivir con eso?
Elías sonrió.
Una sonrisa peligrosa.
—Podría morir por eso.
Y entonces la besó.
No como un amante.
Como un hombre que acaba de perder el control.
Las manos de él fueron a su espalda desnuda.
Las de ella a su cuello, apretando.
Había deseo, sí.
Pero también furia.
Orgullo.
Y una rendición silenciosa.
Esa noche no hicieron el amor.
Se lo arrancaron.
Como una guerra íntima.
Como un castigo.
Y cuando amaneció, Isa se levantó primero.
Se puso su vestido arrugado.
Y lo miró dormir, por primera vez, sin esa armadura invisible.
Su rey.
Su monstruo.
Su cómplice.
Y pensó: Qué suerte que todavía no sabe todo lo que oculto.