Llevaba días siguiéndola.
Rutinas. Caminatas inocentes.
Visitas a floristerías, librerías, cafés.
Demasiado perfecta.
Demasiado armada.
Demasiado vacía.
Isa no se movía como una mujer con secretos.
Se movía como una mujer que los entierra donde nadie puede desenterrarlos.
Elías tenía a sus mejores hombres encima de ella.
—¿Y?
—Nada.
Rutina limpia.
Rastros muertos.
Hasta que una noche…
Isa se escabulló.
Literalmente.
A las 2:14 de la madrugada.
Sin celular.
Sin coche.
Sin dejar una huella.
Elías se despertó y su lado de la cama estaba frío.
Encendió la cámara del garaje.
Vacío.
Y por primera vez, Elías sintió lo que todos sentían cuando él desaparecía:
pánico silencioso.
Se subió al auto.
Revisó rutas posibles.
Nada.
Hasta que en la cámara de un callejón lejano, casi invisible, la vio.
Isa, sola, con un abrigo largo, subiendo a una motocicleta sin luces.
Él aceleró.
La siguió.
Pero Isa lo sabía.
Como si pudiera olerlo.
Como si pudiera anticiparlo.
Y en el siguiente cruce…
desapareció.
Nada.
Ni rastro.
Ni sonido.
Como si se hubiera tragado a sí misma en la oscuridad.
Elías apretó el volante.
Y supo, por primera vez, que Isa estaba muy por encima del juego que él creía controlar.
En otro lugar de la ciudad…
Isa entró a una sala subterránea por una puerta detrás de una carnicería olvidada.
Los hombres dentro se pusieron de pie.
—Bienvenida, Umbra —dijeron al unísono.
Ese era su nombre dentro del bajo mundo.
Un seudónimo que se susurraba entre mafiosos como si fuera leyenda.
Un fantasma.
Un mito.
Y todos pensaban que Umbra era un hombre.
Ella caminó hacia el centro.
Se quitó el casco.
La trenza cayó por su espalda como una sentencia.
—Tenemos un problema —dijo, su voz firme, cortante—.
El Silenciador empieza a sospechar.
Un silencio absoluto llenó la sala.
—¿Qué hacemos, jefa?
Isa giró lentamente.
—Nada.
Él no está preparado para lo que soy.
Y cuando lo descubra…
será demasiado tarde.