—¿Estás lista? —preguntó Elías, sin siquiera mirarla.
Isa ajustó el lazo de su vestido beige y se miró al espejo por última vez.
—Más que vos —respondió, con una sonrisa de azúcar.
No se miraron.
No hacía falta.
Ambos sabían que esa visita era una farsa.
Un espectáculo perfecto para sus padres, que pensaban que Isa finalmente había encontrado “un hombre correcto”.
Si tan solo supieran que el "hombre correcto" tenía más muertes encima que cumpleaños.
La mansión de los Vassari estaba rodeada de jardines inmaculados, cerezos en flor y estatuas importadas de Florencia.
Y justo en el centro, bajando de un auto negro, Isa y Elías.
Mano con mano.
Postureo de portada de revista.
—Mi niña… —la madre de Isa corrió a abrazarla—. ¡Qué hermosa estás!
—Gracias, mamá —dijo Isa, dulce.
—Y vos… —los ojos de la mujer se posaron en Elías—. El famoso Elías. Al fin nos honrás con tu presencia.
Elías sonrió.
Un gesto mecánico, elegante.
Frío.
—Un placer conocerlos —dijo.
Mientras entraban, Isa se apoyó en su brazo.
Apretó fuerte.
No como muestra de amor.
Sino como advertencia.
No la cagues.
Durante la cena, las conversaciones volaban entre política, viajes y empresas.
Isa hablaba con fluidez, encantadora.
Elías asentía, cortés, aunque con los ojos más pendientes del reloj que del vino.
—Y dime, Elías —dijo el padre de Isa—, ¿qué planes tenés para el futuro con mi hija?
Silencio.
Isa le sonrió.
Vamos, Silenciador.
—Cuidarla —respondió él, al fin, sin mirar a nadie—.
Mantenerla segura.
Como ella merece.
Todos sonrieron.
Menos Isa.
Porque conocía ese tono.
Porque esas palabras no eran dulces.
Eran amenazas disfrazadas de promesas.
Horas más tarde, en el auto de regreso, Isa soltó el cinturón y cruzó los brazos.
—No digas nada —murmuró—. Ya sé lo que vas a decir.
—¿Ah, sí?
—Que odio esto. Que odio a tu mundo. Que odio que me den órdenes. Que odio sentirme atrapada en un papel.
—No.
—Él giró la cabeza hacia ella—.
Lo que iba a decir es que no sabía que podías mentir tan bien.
Con esa sonrisa tuya.
Casi me la creí.
Isa se rió en seco.
—Vos también. Jugás muy bien al hombre perfecto.
¿Te dolió cuando dijiste que me ibas a cuidar?
—Un poco.
—Hizo una pausa—. Porque no sé si voy a poder.
Ella lo miró.
—¿Por qué?
Elías la miró también.
Y en su mirada no había furia.
Había algo más peligroso:
admiración.
—Porque no tengo idea de quién sos en realidad.
Isa sostuvo su mirada.
Y por un segundo,
ambos bajaron las armas.
Pero solo por un segundo.
Al llegar al penthouse, Isa caminó hacia su habitación sin decir una palabra.
Antes de cerrar la puerta, se giró.
—No te preocupes —dijo—.
Yo tampoco sé quién sos vos.
Pero cuando lo descubra…
me voy a asegurar de que no puedas esconderte nunca más.
Y cerró la puerta.