Los Alpes suizos se dibujaban como cuchillas blancas contra el cielo gris.
Un paraíso helado,
intocable.
Frío.
Y justo ahí,
en lo más profundo del bosque de Engadina,
se escondía la joya de los Rosetti:
una villa blindada, rodeada de tecnología de punta y mercenarios privados.
Un refugio.
Un tesoro.
Isa lo miraba desde la ladera de una colina, a través de unos binoculares negros.
Su respiración, calma.
El abrigo de lana claro, impoluto.
Sus botas no dejaban huella en la nieve.
—¿Lista, Umbra? —preguntó Sombra Cuatro por el intercomunicador.
—Siempre.
Esa noche, la nieve caía espesa.
Y la villa dormía.
Hasta que no lo hizo.
Los sensores térmicos dejaron de funcionar.
Las cámaras giraron hacia el bosque y se congelaron.
Las líneas de comunicación se saturaron con un virus que hablaba en latín.
Uno a uno, los guardias se desmayaron.
Sin disparos. Sin gritos.
Solo un susurro,
y luego… nada.
Alessandro Rosetti llegó al día siguiente.
Entró corriendo a la casa, jadeando.
Afuera todo parecía en orden.
Pero adentro…
—¿Qué…?
Las obras de arte, desaparecidas.
Los discos duros, extraídos.
Los servidores, quemados.
Y en el centro del salón,
su esposa, viva, amordazada, atada a una silla.
Y frente a ella…
Isa.
Sentada.
Con una copa de vino tinto.
En su sillón favorito.
—Hola, Alessandro —dijo con suavidad.
Él apuntó su arma con manos temblorosas.
—¡¿Quién sos?!
Isa se levantó.
La copa en la mano.
Caminó hacia él con pasos lentos,
cada uno un clavo más en su ataúd.
—Yo soy el castigo por tu arrogancia.
La sombra que decidiste provocar.
La boca que susurra tu final desde hace años.
Él disparó.
Click.
Nada.
—Ah… —Isa suspiró—.
Nunca cargues tu arma cuando tus manos tiemblan.
Con un movimiento, le quitó el arma.
Y lo empujó de espaldas contra la alfombra,
como si fuera un niño.
—No voy a matarte hoy, Alessandro.
Él la miró, jadeando.
—¿Qué… qué querés?
Isa se agachó, le sostuvo el rostro.
—Quiero que vivas.
Que veas cómo todo lo que construiste se desmorona.
Quiero que sufras la humillación de contarle al mundo que te ganó una mujer…
y que no supiste cómo detenerla.
—¿Y si lo cuento?
Isa sonrió.
—Nadie te va a creer.
Porque, cariño…
Umbra no existe.
Se giró.
Y salió de la casa caminando mientras su equipo la escoltaba entre la nieve.
De fondo, se escuchaban los gritos ahogados de la esposa de Rosetti.
Y los sollozos de un hombre que acababa de perderlo todo sin una sola bala disparada.
Esa misma noche, en el penthouse de Manhattan…
Elías Gavron entró a su oficina.
Todo estaba en silencio.
Excepto por el leve clic de un sobre deslizándose bajo la puerta.
Se agachó, lo recogió.
Sin remitente.
Sin huellas.
Solo su nombre escrito a mano: E. G.
Lo abrió con calma.
Adentro, una sola fotografía.
Alessandro Rosetti, de rodillas, abrazando a su esposa, aún amordazada.
Sus ojos estaban enrojecidos, sus mejillas cubiertas de lágrimas.
Y en su muñeca derecha, marcada con sangre y ceniza,
el símbolo de Umbra:
una luna negra, partida en dos.
Pero lo que más llamó la atención de Elías…
fue el detalle en la esquina inferior de la foto.
Escrito con tinta negra, a mano, con una caligrafía elegante:
"No siempre voy a estar para salvarte el trasero, Silenciador.
Pero esta vez lo hice.
Recojá tu paquete.
Te metiste con lo que no debías.
— U."
Elías se quedó en silencio largo rato.
La mandíbula tensa.
La mano que sostenía la foto, firme… pero sus nudillos estaban blancos.
Sus ojos oscuros volvieron a la imagen.
A la marca.
Al mensaje.
Umbra.
Era una advertencia.
Era una promesa.
Y quizás, solo quizás…
era también una declaración de poder.
La mujer que dormía bajo su techo,
la que jugaba a ser muñeca de porcelana…
Podía hacer arrodillarse al mismísimo infierno.
Y él no sabía si quería a Isa más que nunca…
o si finalmente había encontrado a la única persona que lo podía destruir.