El penthouse estaba en silencio,
pero no de paz.
Era el silencio antes de una tormenta.
Ese que aprieta el pecho, que carga el aire.
Isa entró por el ascensor privado como si no acabara de orquestar el caos.
Llevaba un abrigo de lana blanco,
los labios pintados de rojo,
y una expresión como si el mundo le perteneciera.
Elías ya estaba allí.
Sentado en la penumbra,
la fotografía sobre la mesa de vidrio.
Una copa de whisky en la mano,
los ojos como cuchillas.
—¿Te divertiste? —preguntó, con voz baja y peligrosa.
Isa dejó su bolso sobre el sofá.
Ni siquiera lo miró.
—No más que tú cuando hiciste volar a dos capos de la mafia al otro lado del Atlántico por mirar mal a tus hombres.
—No me desafíes.
—¿Por qué no? —lo enfrentó por fin, clavando los ojos en él—.
¿Vas a matarme por levantar la voz, Gavron?
Él se levantó.
Despacito.
Cada músculo en tensión.
El silencio se volvió humo entre ellos.
—Tengo el poder de hacerte desaparecer con un chasquido —dijo, bajo y firme.
—Y yo —replicó Isa, avanzando hacia él—
puedo hacerte arrodillar con una sola palabra.
La distancia entre ambos se volvió nada.
Frente a frente.
Mirada contra mirada.
Orgullo contra orgullo.
Elías alzó la mano y la tomó por la mandíbula.
No con fuerza.
Con esa precisión milimétrica que venía justo antes del peligro.
—No me respetas —susurró.
—No.
Porque vos no te ganaste mi respeto.
Lo exigís.
La respiración de él se volvió más pesada.
—Estás jugando con fuego, Isa.
Ella se acercó más, rozando su cuerpo sin ceder ni un milímetro.
—No.
Yo soy el fuego.
Y vos, Silenciador,
estás empezando a quemarte.
La tomó de la nuca.
Con fuerza.
Ella ni parpadeó.
No tembló.
Lo desafió con la mirada mientras la tensión crecía como pólvora húmeda.
Un segundo más y explotaba.
Pero en vez de separarla, en vez de imponer control…
Él la besó.
No fue dulce.
Fue rabia.
Furia.
Un grito ahogado entre dientes.
Ella respondió con uñas, con dientes, con hambre.
No había amor en ese beso.
Era guerra.
Una guerra que ninguno pensaba perder.
Y cuando se separaron, apenas respirando,
Isa le susurró contra los labios:
—No vuelvas a levantarme la voz.
No soy una más de tus piezas.
Elías la miró como si quisiera destruirla…
o sacarla del mundo para tenerla solo para él.
—Y vos no sos intocable —escupió—.
Nadie lo es.
—Perfecto —dijo Isa, sonriendo—.
Porque si lo fuera…
esto sería muy aburrido.
Y se fue.
Dejándolo con el sabor de su boca…
y el ardor de no poder controlarla.