La noche se estiraba sobre Manhattan como una seda negra.
En el penthouse, todo parecía tranquilo:
Isa se peinaba frente al espejo,
vestida con una bata de satén,
los labios rojos aún perfectos.
Como una muñeca colocada a mano…
por alguien que no sabía que las muñecas también tienen colmillos.
En la mesita junto a su cama,
un pequeño dispositivo vibró una sola vez.
Una señal.
Isa sonrió apenas.
El espía seguía allí.
Lo había descubierto dos días antes.
Demasiados movimientos en las cámaras del pasillo,
interferencias limpias en sus comunicaciones,
y un leve retraso en los cambios de guardia.
Pequeños errores.
Errores humanos.
Errores que un espectro como ella jamás dejaría pasar.
No sabía para quién trabajaba aún.
Pero esta noche, lo sabría todo.
El edificio tenía 50 pisos.
Y el espía estaba en el 37, en un apartamento aparentemente vacío.
Isa bajó por la escalera de emergencia.
Descalza.
Sin armas.
No las necesitaba.
Su bata blanca ondeaba como una amenaza envuelta en seda.
Y sus pasos eran puro silencio.
El espía estaba frente a una consola improvisada,
revisando transmisiones.
No la oyó entrar.
No la sintió hasta que la hoja de una navaja corta le acarició el cuello con una advertencia.
—No grites. No respires mal.
Solo escuchá —susurró Isa detrás de él.
El hombre tembló.
—¿Quién…?
—No importa quién soy yo.
Importa quién sos vos.
Y por qué estás respirando el mismo aire que yo sin invitación.
Lo giró.
Era joven. Uno de los nuevos.
Uno de los de Elías.
—¿Te mandó él?
El espía tragó saliva.
—No… no directamente. Me dieron órdenes desde arriba. No dijeron nombres…
Isa lo miró como si ya supiera la verdad.
Como si el mundo entero le hubiera confesado sus secretos en sueños.
—¿Y pensaste que podías espiar a Umbra y salir caminando?
Sus ojos se abrieron con pánico.
—¿Umbra? Yo no sabía que—
Isa lo golpeó.
Seco.
En la tráquea.
Lo justo para hacerlo callar.
No matarlo.
Aún no.
—Escuchame bien —dijo, mientras él se ahogaba en el suelo—.
Decile a tu jefe que me gusta el juego.
Pero que si se mete con mis reglas,
yo no juego más.
Y cuando Umbra deja de jugar…
el mundo se cae.
Dos horas después,
ese mismo espía apareció atado frente al escritorio de Elías,
con una nota cosida a su chaqueta:
“Las sombras no responden a la luz.
Solo a la oscuridad.
— U.”
Elías leyó el mensaje sin decir palabra.
Sus ojos se clavaron en la ventana.
Y por primera vez en mucho tiempo,
sintió algo muy parecido a un temblor en el pecho.
No miedo.
No amor.
Algo peor.
Respeto.