Elías no dormía.
No porque no pudiera,
sino porque no lo necesitaba.
Estaba sentado en su oficina, frente al ventanal del piso 50.
El skyline de Manhattan se extendía ante él como un mapa de posibles blancos.
Pero su mente no estaba ahí.
Estaba con ella.
Umbra.
La nota que había recibido esa noche seguía en su escritorio,
junto a la fotografía de Alessandro y su esposa,
la marca en la muñeca…
la amenaza disfrazada de advertencia.
Todo encajaba demasiado bien.
Demasiado elegante.
Demasiado ella.
Isa.
Elías sostenía la copa de whisky entre los dedos,
pero no bebía.
Su mente rebobinaba cada escena desde que ella había llegado a su vida.
Cada sonrisa.
Cada mirada de muñeca dulce.
Cada movimiento que parecía calculado para distraerlo mientras construía su imperio a sus espaldas.
Y sin embargo…
no tenía pruebas.
Solo instinto.
Y Elías Gavron nunca actuaba sin certeza.
—¿Se sabe algo más de Umbra? —preguntó en voz baja, hablando por el canal seguro.
La respuesta llegó segundos después.
—Nada. Las cámaras del 37 no captaron movimiento. El espía no recuerda cómo fue reducido. Dice que fue como si el aire lo atacara.
Elías apretó la mandíbula.
—No fue el aire. Fue ella.
—¿Ella, señor?
Elías no respondió.
Colgó la llamada.
Al día siguiente, envió discretamente a uno de sus hombres a seguir a Isa.
Uno en quien confiaba.
Uno que no había fallado nunca.
Y sin embargo, a las dos horas, el mensaje llegó:
“La perdí, señor. Como si se hubiera desvanecido.
Lo siento.”
Elías cerró el celular.
Deslizó los dedos por su mandíbula.
Sintió el calor en la sangre.
Isa no solo lo desafiaba.
Lo ridiculizaba.
Le bailaba en la cara mientras el mundo entero le temía a su sombra.
Esa noche la esperó.
Sentado en el sofá,
en la oscuridad del living.
Sin decir una palabra cuando la escuchó entrar.
Isa lo vio, y por un segundo, solo uno,
pareció saber exactamente por qué estaba allí.
Pero su expresión fue de la misma ternura impecable de siempre.
—¿Otra noche sin dormir? —preguntó con dulzura, quitándose los guantes.
Él no respondió.
Ella pasó a su lado, como si nada.
Pero entonces él habló, sin moverse:
—Sabés quién es Umbra.
Isa se detuvo.
El silencio fue una carcajada muda entre ambos.
—¿Y si lo supiera? —preguntó finalmente, sin girarse—.
¿Te haría sentir menos impotente?
Elías se levantó.
—No estoy impotente —gruñó.
—No.
Solo estás perdiendo.
Y eso te arde más que una bala, ¿no?
Él la atrapó del brazo, la giró para enfrentarla.
—No me provoques, Isa.
—¿Y si sí? ¿Vas a matarme? ¿A romperme? ¿A encerrarme?
Ella lo miró.
No había miedo.
Había desafío.
Y debajo de todo eso…
había deseo.
Uno feroz.
Contenida violencia con sabor a necesidad.
—No —murmuró Elías, acercándose—.
Lo peor es que ni siquiera puedo hacerlo.
Ella sonrió.
—Porque no podés.
O porque no querés.
Sus labios estaban a un suspiro de distancia.
Y en ese momento, Elías supo algo:
Si Isa era Umbra…
entonces había caído en su red sin siquiera haber escuchado la seda deslizarse.
Y lo peor de todo…
era que no quería escapar.