La noche olía a pólvora antes de que explotara.
Elías Gavron caminaba por el vestíbulo de mármol del hotel con cuatro de sus hombres a cada lado. Isa lo seguía unos pasos detrás, su vestido de seda rosa palo flotando suavemente con cada paso. Una paleta roja como sangre en su boca.
Iban a una cena privada.
Un encuentro de paz, según los italianos.
Pero la paz nunca existía en su mundo.
Solo treguas disfrazadas de mentiras.
—Recuerda, solo son saludos y fachada —le dijo Elías por encima del hombro, sin girarse.
—Lo sé —respondió Isa con una sonrisa inocente, chupando la paleta con suavidad—. Prometo no provocar ninguna guerra…
Aún.
Todo se desató en el minuto exacto en que el reloj marcó las 21:00.
Una ventana del ala oeste estalló.
Luego otra.
Y otra.
Disparos.
Gritos.
El caos irrumpió como un demonio en traje de gala.
Los hombres de Elías se replegaron al instante, rodeándolo.
—¡Señor, emboscada!
Elías sacó su Glock, disparando sin dudar.
Dos atacantes cayeron al suelo con un disparo certero en el pecho y otro en la frente.
—¡¡Protejan a Isa!! —rugió.
Isa, sin inmutarse, chupó su paleta y giró los ojos con falsa desesperación.
Sus labios estaban manchados de rojo.
No se sabía si era dulce… o sangre.
—¿Qué está pasando? —preguntó, su voz perfecta en tono de inocencia teatral—. Elías, ¿nos están matando?
Uno de los hombres de Elías corrió a cubrirla.
Pero no llegó.
Un disparo invisible lo detuvo en seco.
Cayó de rodillas.
Mudo.
Muerto.
Nadie vio de dónde vino.
Y ahí comenzó el verdadero espectáculo.
Los enemigos entraban por las escaleras.
Por las ventanas.
Por los pasillos secretos.
Pero no llegaban a Isa.
Ninguno.
Cada vez que alguien estaba a punto de acercarse, caía.
Silenciosos.
Mortales.
Letales.
Hombres de negro.
Más rápidos que la mirada.
Más eficaces que el miedo.
Sin rostro.
Sin voz.
Sus sombras.
Isa caminaba por el vestíbulo entre el fuego cruzado como si paseara por un jardín.
Ni una bala tocaba su piel.
Ni un filo rozaba su vestido.
Ni un susurro se atrevía a nombrarla.
Una diosa en un mundo que ardía.
Se sentó en uno de los sillones, cruzó las piernas con elegancia, y suspiró.
—¿Cuánto más va a durar esto? Me estoy quedando sin paleta…
Un hombre gritó su nombre, apuntándole desde la escalera.
—¡¡AHÍ ESTÁ LA PERRA!!
Pero antes de jalar el gatillo, algo le atravesó la garganta.
Cayó con los ojos abiertos.
Un diminuto dardo se deslizó fuera de su cuello, sin saber de dónde vino.
Elías giró al verla sentada.
—¡¿ISA?! ¡¿Qué demonios hacés?!
Ella alzó la vista.
Los ojos brillantes.
Las mejillas sonrojadas.
La imagen perfecta de una princesa aterrada.
—¡No sabía a dónde ir! ¡No me dejes sola, Elías!
Un grito desesperado.
Tan creíble que dolía.
Él corrió hacia ella, disparando en el camino.
A su alrededor, el infierno seguía desatándose.
Pero nunca…
nunca llegaba a ella.
En menos de cinco minutos, el vestíbulo quedó en silencio.
Solo humo, cuerpos… y el eco de la furia.
Uno de los hombres de Elías bajó el arma, respirando agitadamente.
—No entiendo… los que cayeron cerca de ella… no éramos nosotros. No los vimos.
¡Pero alguien los eliminó antes de que tocaran a Isa!
—¿Cómo es posible? —susurró otro—. ¡Eran profesionales! ¡¡Y no lograron ni tocarla!!
Elías giró lentamente hacia Isa, que estaba ahora de pie, arreglándose el cabello.
—¿Estás bien?
Ella parpadeó, con ojos de cervatillo.
—No sé qué pasó. Todo fue tan rápido… Solo supe que vos no me dejarías sola…
Él la miró con intensidad.
Ella no desvió la mirada.
Y en ese momento, por un segundo…
solo uno…
creyó ver algo.
Una sombra detrás de su hombro.
Pero cuando parpadeó…
ya no estaba.
Esa noche, los cuerpos fueron recogidos, el lugar asegurado y los registros borrados.
Pero en una esquina,
en una cámara oculta del ascensor,
se vio una silueta.
Una figura completamente vestida de negro, caminando detrás de Isa…
sin que nadie más la notara.
Como un ángel de la muerte,
pero al servicio de una reina.
Y en la pantalla de un dispositivo encriptado, muy lejos de allí,
apareció una sola línea:
“Los Cuervos no fueron.
Solo probaron el terreno.
Volverán.”