Mansión Gavron.
La nueva fortaleza, al borde del lago suizo.
Cristales blindados, vigilancia 24/7, sensores de movimiento, francotiradores…
y aún así, Adriano no se sentía seguro.
El portón de hierro se abrió sin demora.
El sistema lo había reconocido.
Aparcó sin apagar el motor.
No planeaba quedarse mucho.
Llevaba una hora sin dormir, el arma en la cintura, y un presentimiento que le comía las entrañas.
Tocó la puerta principal.
La abrió uno de los hombres de Gavron.
—¿Está solo?
—Elías está en la biblioteca —respondió el guardia, dudando un segundo—. Pero... no sé si es buen momento.
Adriano no esperó.
Entró igual.
La mansión olía a madera, pólvora… y jazmín.
Siempre jazmín desde que ella llegó.
—Elías —llamó al llegar al estudio—. Necesito hablar con vos. Es importante.
Gavron estaba junto a la chimenea, camisa blanca arremangada, un vaso de bourbon en la mano.
Se giró.
—¿Pasó algo en la redada?
—No. Esto es más personal. Es sobre alguien.
Los ojos de Elías se afilaron.
—¿Alguien como quién?
Adriano tragó saliva.
Sintió el sudor en la nuca.
No era miedo.
Era instinto.
Algo que le gritaba que se callara.
Pero no podía.
—La he estado siguiendo.
—¿A quién? —Elías frunció el ceño.
Adriano dio un paso.
—A Isa…
PAF.
Un zumbido cortó el aire.
Ni siquiera vio de dónde vino.
Solo sintió el impacto.
Algo entró en su cuello.
Una aguja.
No.
Una hoja.
Fina. Precisa. Silenciosa.
Cayó de rodillas, los ojos abiertos.
Boca abierta.
Sin sonido.
Elías se giró como un rayo.
—¡¿QUÉ MIERDA…?!
Pero no había nadie.
Nadie visible.
Solo su hombre más leal, retorciéndose en el suelo.
Sangre brotando a borbotones.
—¡Llamen a un médico! ¡AHORA! —rugió Elías, corriendo hacia él.
Adriano lo miraba.
Luchando por respirar.
Las pupilas dilatadas.
Queriendo decir algo.
Pero la sangre llenaba su garganta.
Elías lo sujetó, presionando la herida.
—¡¿Qué ibas a decir, carajo?! ¡¿Quién te hizo esto?!
Pero Adriano ya no respondía.
Solo su mano temblorosa se levantó.
Y escribió con el dedo…
una sola letra…
sobre el mármol bañado en rojo:
I
Y murió.
Horas después, el reporte oficial fue:
"Ataque de francotirador desconocido. No se detectaron rastros. No hay cámaras. No hay ruidos. No hay testigos."
Elías no durmió esa noche.
Isa bajó al estudio con una bata blanca, bostezando con falsa pereza.
—¿Pasó algo?
Él la miró.
Largo.
Silencio absoluto.
—Uno de mis hombres fue asesinado.
—¿Aquí? ¿Dentro de la casa? —preguntó, con una mano en el pecho.
—Sí.
—Qué horror… —susurró—. ¿Estás bien?
Él no respondió.
Solo asintió.
Isa se acercó lentamente, lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho.
—Me alegra que no te pasara nada a vos…
Él la abrazó.
Instintivamente.
Como un reflejo.
Pero su mente giraba como cuchillas.
Y esa noche, mientras Isa dormía enredada en sus sábanas…
Elías empezó a dudar.
Por primera vez.
A kilómetros de allí, en una azotea invisible al mundo, una figura dejó caer un pañuelo blanco con sangre.
Una voz femenina susurró en la oscuridad:
—Nadie dice mi nombre.
Y desapareció.