Rosas negras y un listón

Prólogo

(Vein)

Cuando existes por generaciones aprendes a disfrutar de los pequeños momentos del día a día: Tomarse el tiempo de disfrutar de un atardecer sin la preocupación de llegar tarde a esa cena con amigos, caminar por las calles observando los rostros de las personas o, como ahora, apreciar la vista de las montañas desde un acantilado, escuchando el murmullo de un río cercano.

Aunque apenas y puedo recordar fragmentos de mi vida, estoy convencido de que solía vivir sin pensar demasiado en los detalles. Después de todo, los humanos tienden a pensar que la vida les pertenece y que siempre habrá tiempo, sin darse cuenta que se les escurre entre los dedos hasta que ya es muy tarde.

Soy un Agente de la Muerte, y mi trabajo consiste en llevar al más allá a las personas. Lo he hecho tantas veces que es fácil olvidar qué sentido tiene estar vivo en primer lugar. La inmortalidad pierde su gracia cuando no sabes qué hacer con ella.

Cuando no estoy trabajando, busco refugio en esta cabaña perdida entre de las montañas. Ya no puedo sentir el aire helado, pero aún soy capaz de recordarlo. Es curioso cómo la imaginación se aferra a lo que el cuerpo ya no puede sentir. Los árboles a mi alrededor me ayudan a mantener vivos algunos recuerdos de mi antiguo hogar.

La puerta se abre con un crujido de lo desvencijada que está, y sale Quince a darme el encuentro. De todos los Agentes que conozco, él es el único que me cae bien y al que puedo considerar como mi único amigo.

—Oye, Veintiséis —me llama. No tenemos nombre, nos identificamos por un número cuando nos asignan a una zona en particular—, ha llegado un nuevo aviso. Si quieres, puedo ir yo.

—No te preocupes. Y gracias por acompañarme aquí.

—Ya te he dicho que no seas tan formal conmigo, hombre. Además es bueno cambiar de aires de vez en cuando, estoy demasiado acostumbrado a la vida de ciudad.

—Cuando lleves en esto tanto como yo, veamos si tienes tanta energía —dije sonriéndole y alborotándole el cabello ensortijado—. Si me tocara trabajar en un área rural, seguro hubiera bastado solo conmigo y nunca te hubiera conocido.

Él se encoge de hombros y me desea suerte con una palmada en la espalda.

Extraigo mi libreta de la chaqueta y veo que me aparece la dirección e imagen de la persona: un anciano de ochenta y tres años. Me coloco la máscara con forma de calavera y giro el pomo de la puerta de la cabaña. En vez de entrar en ella, me conduce hacia la habitación de la sala de hospital.

La luz del atardecer se cuela por las persianas proyectando sombras alargadas sobre las paredes blancas. Las cortinas ondean cuando cruzo el umbral y la bombilla parpadea por un instante. Mis botas resuenan en el suelo de linóleo, un eco que sólo los espíritus pueden escuchar. Aun así, el anciano no repara en mí. Comparo su rostro con el de la imagen en mi libreta, y me aseguro de que sea él.

Está arrodillado y abrazando a su esposa, ambos llorando desconsoladamente, frente a su propio cuerpo inerte tendido en la camilla. La esposa sujeta fuertemente la mano del hombre y no para de llamarlo por su nombre. Me acerco a ellos pero no parecen notar mi presencia.

—Lo lamento mucho, señor. Su hora ha llegado —le digo posando una mano en su hombro.

Éste se sobresalta y se gira hacia mi. En vez de terror, su expresión es de dolor.

—Por favor... No me lleves... No puedo dejarla sola... —me ruega con la voz quebrada. Pero hay cosas que ni siquiera yo puedo cambiar.

—Ella estará bien, se lo prometo. Es fuerte y se repondrá gracias al amor que le tiene.

El anciano se arrodilla frente a ella y apoya su rostro en su regazo. Su mirada compungida transmite el peso de toda una vida juntos.

—Siempre he pensado que cuando le tocara la hora a alguno de nosotros, quisiera irme en su lugar. Pero ahora que lo pienso mejor, hubiera preferido que sea al revés —dijo con una voz ensombrecida por el dolor—. Más que el morir, me duele dejarla con el dolor del adiós y la soledad. Sé que yo hubiera podido soportarlo.

Me arrodillé junto a él y lo rodeé con un brazo.

—Se volverán a encontrar en la siguiente vida. Se lo prometo.

—¿En serio? ¿Existe vida después de la muerte? —Su tono de voz cambió por completo, ahora asomaba cierta ilusión.

—Obtendrá las respuestas en la entrevista con La Muerte, mi trabajo consiste en llevarlo ante ella —me acerqué un poco y luego le susurré al oído—... Pero sí, las almas gemelas están destinadas a reencontrarse en la siguiente vida.

El anciano sonrió y posó su mano en la arrugada mejilla de su esposa cubierta de lágrimas. Le dio un beso en la frente y me siguió a través de la sala de hospital.

—Gracias por esta maravillosa vida —le dijo intentando secar sus lágrimas, aunque sin éxito—. Sé que no puedes oírme, pero te amé desde el primer momento en que te vi hace sesenta años. Y juro que te volveré a encontrar, y esta vez llevaré conmigo un ramo de los tulipanes que tanto te gustan. Por favor dale a nuestros hijos y nietos todo el amor que ya no podrás darme a mi. Extrañaré tus panqueques y tu sonrisa al despertar cada día...

Se le quebró la voz y dejó de hablar. Se secó las lágrimas y se puso de pie con agilidad. Siendo un espíritu, su cuerpo ya no sufría de los achaques de la edad. Me miró a los ojos, y asintió. «Es hora» fue lo que me dijeron sus ojos.

Caminé hacia la puerta y al abrirla un poderoso haz de luz dominó el lugar. No podía verse nada del otro lado.

—La señora Muerte le espera del otro lado. Aquí nos despedimos.

Se giró para dar un último vistazo a su sollozante esposa, y antes de cruzar el umbral, me tomó del brazo.

—Gracias, hijo. Sé que quizá abuso de mi confianza, ¿pero podrías cuidar de mi esposa en mi ausencia?

—Haré todo lo posible —respondí, e intenté calmarlo con una sonrisa.

Asintió con templanza, tomó aire y cruzó el umbral.




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