Rosas negras y un listón

04. Romper las reglas

(Vein)

Me alejo de la cafetería con una opresión en el pecho que nunca había sentido, como una lanza clavada entre las costillas. La mirada se me nubla y caigo en la cuenta de que las lágrimas están brotando sin permiso. Seco mis ojos con la manga y sigo mi camino.

Aún sigo procesando mi encuentro con Alma, debatiéndome sobre si tomé la decisión correcta sobre ayudar a su madre. ¿Realmente le hice un favor, o más bien la puse en peligro? No puede ser casualidad el encontrarme con ella después de tantos siglos, tiene que significar algo. Siempre anhelé este momento, lo imaginé de muchas maneras y con muchos rostros diferentes.

Siento que se me estremece el cuerpo cada vez que su imagen bajando la escalera vuelve a mi mente. Tiene casi la misma edad que tenía cuando la conocí y, aunque físicamente es distinta, puedo reconocer su alma. Sigue siendo hermosa y sencilla como el amanecer, la misma mujer de la que me enamoré cuando estaba vivo. Si no me recuerda, no puede recordar que alguna vez me amó, así que no puedo acercarme a ella y confundirla con un pasado que no le pertenece.

Decido ir a descansar a la cabaña a despejar la mente, deseando no tener que atender ningún nuevo trabajo en un tiempo. Regreso al callejón en el que me encontré con el gato, e invoco un portal espiritual para poder viajar a través del Velo. Sin embargo, ocurre algo extraño: No puedo abrir la puerta.

Fuerzo el tirador varias veces, casi hasta arrancarlo, pero no cede. ¿Qué está pasando? ¿Será acaso que alguien ha notado que he roto las reglas? Hasta donde sé, nadie antes lo ha hecho, así que navego en aguas desconocidas.

Quisiera que Quince estuviera aquí para ayudarme a entender qué sucede. Aunque yo tengo mucho más tiempo que él como Agente, él es más entusiasta y dedicado. Ha leído todos los tomos de la Biblioteca de la Agencia, es su lugar favorito. Seguramente sabrá el por qué no puedo atravesar el Velo.

Me recuesto en el callejón a pensar, con las piernas cruzadas, y entonces veo que regresa el gato con su andar despreocupado. Esta vez no maúlla ni intenta jugar, simplemente ronronea y se sube a mis piernas para dormir. Rendido, decido hacer lo mismo y cierro los ojos. Poner mi mente en blanco es lo más parecido a dormir, pero tengo la mente llena de pensamientos y conjeturas acerca de Alma, el pasado y el castigo que me espera.

Pasan las horas y el sol se asoma por el horizonte. El gato ya se ha ido, seguramente ha vuelto a casa. Me alegra que tenga un lugar al que regresar.

Extraigo mi libreta y me pregunto si debería escribir una nota para Quince, algo que sólo pueda entender él. Si otro Agente lo lee, podría levantar sospechas. Podemos usar las libretas por las que recibimos indicaciones para comunicarnos entre nosotros, pero nunca lo hacemos si no es por algún tipo de emergencia.

Entonces, un nuevo aviso de trabajo llega. Eso me tranquiliza, ya que significa que mi función como Agente continúa sin problemas. Quiero creer que nadie ha notado que no puedo atravesar el Velo.

Me debato entre tomar el trabajo o dejar que otro lo haga. Quizá lo mejor sea aceptarlo para no atraer sospechas.

Entonces, caigo en la cuenta. ¿Cómo llegaré a la casa de la víctima? Intento abrir una puerta oxidada que da hacia el callejón, concentrándome en la dirección de mi destino. Ésta se abre, pero no me conduce hacia donde quiero ir, sino que me muestra el corredor que estaba tras ella originalmente.

Reviso bien el mapa en la libreta, y me doy cuenta que no está demasiado lejos, a unas treinta cuadras de donde estoy. Suelto un largo suspiro, y deseo no retrasarme demasiado.

Salto hacia la azotea del edificio y ubico la dirección que debo seguir. Comienzo a recorrer los techos con grandes saltos y voy ganando velocidad. A este ritmo, llegaré en pocos minutos. El no sufrir cansancio físico es una de las pocas ventajas de ser un Agente.

Mientras recorro los tejados y azoteas, llega a mí un vago recuerdo de mi vida anterior, cuando era un guerrero del clan Sahin, dirigiendo una invasión en tierras enemigas. Siempre al frente, sorteando los bosques, ríos y terrenos escarpados. Sigilosos y letales.

Llego al tejado de la casa de la víctima, cegado por el sol que ya se asoma por el horizonte tiñendo de rojo el cielo. Oigo a lo lejos un gallo cantar, luego silencio.

Reviso la libreta para comprobar de quién se trata, y siento una punzada en el pecho cuando veo que es una niña de ocho años. Siento el aplastante peso de esta maldición como si se tratase de una montaña.

Me dejo caer en el balcón y veo una ventana abierta. Me balanceo hasta llegar a ella trepando por la pared y, al fin, consigo entrar a la casa. Siento la presencia de la niña y me guío de mi intuición a través del corredor.

Llego a la sala y siento como si la lanza en el pecho se incrustara más profundo.

Efectivamente, se trata de una niña. Está de pie, confundida, mientras su pequeño cuerpo inerte yace en el suelo, rodeada de piezas rotas de cerámica y flores. Frente a ella, un hombre alcoholizado la mira casi con indiferencia, como si no acabara de golpearla en la cabeza con lo primero que encontró. Parece ser su padre o padrastro y, por los moretones viejos que tiene el cuerpecito, no es la primera vez que la golpeaba.

Siento que mi sangre alcanza el punto de ebullición y, al parecer, mi presencia se hace más fuerte, porque la niña gira asustada hacia mí y se esconde tras el sofá. Mi aura está más encendida que nunca, casi llenando el ambiente de bruma negra.

Esto me supera, no seré un cómplice.

Me acerco al abusador y, sin dudarlo, atravieso mi mano en su pecho. Él suelta un alarido ronco y su rostro se desfigura aún más con una mueca de dolor que llego a disfrutar. Busco a tientas su centro espiritual y lo aprisiono en mi puño. Tiro de él con fuerza y su alma se desprende del cuerpo. Ambos se desploman con un golpe sordo.




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