Rosas negras y un listón

05. En la Universidad

(Alma)

Llevo todo el día sin dejar de pensar en lo que pasó anoche. ¿Fue real? Tengo que hablarlo con Liz, quizá ella pueda ayudarme.

Cuando por la mañana mamá me despertó con el Feliz Cumpleaños, rompí en llanto y la abracé tan fuerte que juraría que escuché sus huesos crujir, llenándole de mocos el delantal. Creo que pensó que me había vuelto loca.

Aliviada al tener su menudo cuerpo entre mis brazos, intenté convencerme de que se trató de una pesadilla, pero luego noté en ella un rastro que sólo percibo en los espíritus. Nunca antes había tenido esa sensación con una persona viva.

Por lo demás, el día transcurre con normalidad pero no consigo concentrarme en las clases. Incluso durante las clases de histología, mi cerebro se desconecta por un buen rato y me la paso garabateando en el cuaderno. Cuando soy consciente de mi desvarío, me sorprendo con que he estado dibujando a Vein, el Agente de la muerte. Avergonzada, arranco la hoja, la arrugo y la guardo para tirarla a la basura después.

La clase termina y siento que el profesor Sainz se acerca hacia mí. Creo que ha notado que no he prestado atención a su clase, por lo que recojo mis libros con prisa y aprovecho el desorden para escabullirme entre mis compañeros.

Me pongo los audífonos y me dirijo hacia el patio de la Universidad, evitando pisar las líneas del camino. Normalmente me ayuda a distraerme de mis pensamientos, pero esta vez no cumple su cometido. Sin duda, la falta de sueño me ha afectado, porque me parece ver a Vein en lugares insospechados. Incluso ahora mismo, mientras cruzo el patio de la Universidad, lo veo frente a mí, apoyado en un árbol torcido, de esos que son tan viejos que parecen tener arrugas.

Me restriego los ojos para ver mejor. «No jodas… ¿Es real?». Mi pulso se acelera, porque aunque me haya ayudado anoche, tenerlo frente a mí no puede significar nada bueno.

—Hola Alma —saludó con una mueca que creo que intentaba ser una sonrisa—, no fue fácil encontrarte.

Casi me da un patatús. Miro a mi alrededor y los demás alumnos actúan como si nada. Parece que a nadie le asombra que un sujeto alto y atlético vestido de uniforme de la Realeza esté en medio del patio. Lo pienso un poco mejor y recuerdo que ellos no pueden verlo.

Ahora que lo veo a la luz del día, me ruborizo un poco al notar lo apuesto que es. Sus rasgos definidos y rostro perfectamente simétrico son el lienzo donde se pintan esos penetrantes ojos oscuros, cuya mirada tiene la gravedad de un agujero negro.

Es alto, me lleva más de una cabeza de ventaja, y su aspecto en general es una extraña combinación entre hombre joven pero con la madurez de una eternidad a cuestas.

—¿Podemos hablar? —Su tono y mirada sugieren que se trata de algo urgente.

Cuando estoy a punto de responder, una mano se posa sobre mi hombro y me sobresalta. Mis libros caen al piso y unas grandes manos se apresuran a recogerlas. Se trata del profesor Sainz.

—Lo siento, Alma, no quería asustarte. ¿Qué haces en medio del patio mirando a ese árbol?

No supe bien qué responder, Vein estaba ahí, guardando silencio, esperando a que despachara al profesor. Noté que otras chicas murmuraban a mi alrededor. Hace cosa de un mes empezaron a criticar que el profesor tenía favoritismo hacia mí, y se inventaron rumores asquerosos. Tenerlo de rodillas a mi lado no ayudaba para nada.

—Nada —respondo, tratando de disimular—. Solo miraba aquel árbol, pero ya me iba.

—Hoy es tu cumpleaños, ¿cierto? —pregunta poniéndose de pie—. Lo vi en el registro y quise felicitarte.

—Ah, muchas gracias… Justo por eso ya debo irme. Me esperan en casa.

—Llevo un tiempo queriendo visitar la cafetería de tu familia, ¿podrías llevarme un día de estos? —Me extiende los libros que había recogido.

Me deja helada. El profesor Sainz me lleva al menos unos quince años y, aunque era por quien mis compañeras suspiraban, a mí me hace sentir incómoda.

—Se lo comentaré a mamá —recibo los libros y me aparto—. Pero no habrán descuentos por ser mi profesor —intento hacer énfasis en la última palabra.

Me despido y me alejo rumbo a la salida, y oigo su leve risa a mis espaldas. Me giro y vislumbro de reojo que Vein lo rodea, casi juzgándolo, y aprieta el paso para darme el alcance. Nos perdemos entre un grupo grande de alumnos de otro ciclo.

—¿Dónde podemos hablar? —Pregunta, mirando en todas direcciones.

Le hago un gesto con la cabeza para que me siga, y cambio de dirección discretamente hacia unos jardines altos. Creo que nadie lo ha notado.

Lo conduzco hacia un pabellón abandonado de la Universidad en el que suelo ver espíritus de vez en cuando, pero cuya azotea es mi lugar seguro cuando se trata de buscar un espacio a solas.

Antes estaba cerrado con candados y tablones, pero escuché que unos alumnos forzaron las puertas para poder tener privacidad para sus fugaces encuentros amorosos… Al menos hasta que una pareja salió huyendo despavorida y afirmaron que el edificio estaba embrujado. Desde entonces, son muy pocos los que se atreven a entrar.

Las paredes están descoloridas y en el aire se filtra el olor a moho y humedad. Llevan años anunciando que van a demoler ese pabellón pero no parece que vaya a pasar nunca. Subimos las escaleras con barandas oxidadas y salimos a la azotea, cuyas baldosas están atestadas de chatarra y basura.

Pese a lo descuidado y tétrico del edificio, las vistas de la ciudad desde este punto elevado son preciosas. El atardecer colorea el cielo de naranjas y violetas. Noto un espíritu flotando por ahí, pero nos ignora.

El Agente de la muerte avanza unos pasos, y su silueta recortada por el sol poniente resulta hipnótica. Me pregunto qué querrá conmigo tan pronto.

—¿Pasó algo, Sr. Vein? —Espero que no se note que empiezo a preocuparme.

—Dime solo Vein, puedes tutearme —responde y se apoya en el parapeto.




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