Rosas negras y un listón

11. La cazadora y el guerrero

(Hace más de 700 años atrás…)

Ayse —o Alma, en otra vida— salió de casa decidida a practicar su lanzamiento de jabalina y, con suerte, cazar algún ciervo.

Como sus padres se oponían a que se conviertiera en una guerrera, se escapaba con la excusa de ir a pasear y bañarse al arroyo.

Su clan, los Dogan, se especializaba en la agricultura y la caza, aunque pero eso no significaba que no tuvieran guerreros entre sus filas. Guerreros que sabían defender sus tierras.

Ese día, la mayoría de los hombres habían partido a ayudar a una aldea aliada, ante la sospecha de un ataque de los Sahin. Su madre, preocupada en otros asuntos, no notó la ausencia de su hija menor.

Ayse recorrió el bosque sin encontrar una presa digna. Frustrada, decidió ir al arroyo a practicar su lanzamiento de jabalina. Cuando el cansancio la venció, tomó un baño para quitarse el sudor.

Entonces, un ruido la puso en alerta. Salió del agua y se vistió a toda prisa. Llevó la mano al cuchillo que había llevado consigo. Esperaba a un animal salvaje.

Pero era algo peor.

Un muchacho de su edad la observaba desde lo alto de una roca. Era alto, atlético y de rasgos definidos. Un forastero.

—¿Quién eres? —inquirió, con el ceño fruncido. Procuró acomodarse el vestido para cubrirse lo mejor posible.

El muchacho no respondió. Caminó hacia ella sin miedo, incluso cuando alzó su cuchillo hacia él.

—Tranquila, solo paseaba por aquí. Pensé en refrescarme —dijo cruzando el arroyo—. Me llamo Ekrem.

Ayse intentó recordar. El nombre le resultaba familiar.

—¿A qué clan perteneces? —empuñó aún con más fuerza el cuchillo, pero él seguía acercándose.

—¿No crees que deberías decirme tu nombre primero? —levantó las manos, en son de paz—. Ya te di el mío.

—Mis hermanos están cerca. No quiero que me encuentren hablando con un extraño.

—No, tus hermanos no están cerca —replicó él, ya en su orilla.

Ella se petrificó y sintió ganas de huir, aunque el cuerpo no le respondía. El muchacho hablaba con amabilidad, pero era peligroso. Muy peligroso.

Instintivamente, analizó los alrededores. Aunque no vio a nadie, pudo sentir varias miradas. Entonces, lo reconoció y un escalofrío recorrió sus huesos.

—Eres “ese” Ekrem… del clan de los Sahin. ¿Cierto? —preguntó, esforzándose por que su voz sonara lo más firme posible—. Tus hombres no están lejos de aquí.

—Veo que eres muy perspicaz. Pero tranquila, no te haremos daño. Solo estamos de paso y no tengo intenciones de lastimarte.

Ekrem —quien tiempo después sería conocido como Veintiséis— le dio la espalda para hacer un sutil gesto a sus hombres. Éstos se retiraron. Ayse aprovechó la oportunidad y se lanzó con el cuchillo contra él, dispuesta a perforarle el hígado.

A pesar de estar de espaldas, él la esquivó, y ella casi cae de bruces al suelo. Él la sostuvo en el aire y la sometió con un movimiento rápido, inmovilizándola de espaldas a él.

—No me tengas miedo, no vine a hacerte daño… —susurró al oído—. Pero no me hagas cambiar de opinión.

La soltó, y Ayse se distanció unos pasos. Sus piernas temblaban, pero no dejó que él lo notara.

—Te dejaré tranquila si me dices tu nombre. No pido mucho, ¿no crees?

Ella no contestó. Ante ella tenía a uno de los hombres más peligrosos de la región.

—Solo si prometes no atacar a mi aldea.

—Eso depende, ¿a qué clan perteneces?

Dudó por un instante, pero decidió que no tenía sentido ocultarlo.

—A los Dogan.

—Vaya, son los agricultores —dijo, dando vueltas en torno a ella—. No tenemos nada contra ustedes, así que puedes estar tranquila.

El alma le volvió al cuerpo. El nombre de Ekrem era conocido. Era feroz, sí, pero siempre cumplía su palabra.

Sus hazañas eran famosas en toda la región. Le llamaban el Leopardo desde que mató a uno solo con su daga. Desde entonces, vestía su piel en su traje de batalla.

Ekrem hizo un gesto de despedida y se alejó. Vio la jabalina de Ayse en el suelo, cerca a sus pertenencias.

—¿Eres una cazadora?

—Te sorprenderías.

—Vaya. Quizá podamos practicar juntos en otra ocasión. Este arrollo es un lugar neutral, así que si vienes seguido, tal vez nos volvamos a ver… Espero que entonces me digas tu nombre.

Desapareció entre el follaje. Ayse, con el corazón latiéndole con fuerza, corrió hacia sus pertenencias y volvió a casa.

Pasaron varios días y el conflicto en la aldea de los Haak, sus aliados, parecía tensarse. Los guerreros que fueron a apoyarlos seguían ocultos, esperando un posible ataque de los Sahin.

Ayse estaba preocupada por ellos. Con el comercio de ganado paralizado, se unió a los cazadores, ignorando las miradas desaprobatorias de su madre.

No le gustaba salir con otros de su clan. Prefería la soledad. Tras cazar unas cuantas liebres por su cuenta, fue a descansar al arroyo.

Y ahí estaba él.

—Parece que me extrañaste —dijo Ekrem, afilando su cimitarra, con una sonrisa burlona.

—Tú no deberías estar aquí. Eres enemigo de mis aliados, eso te hace mi enemigo.

—Creí haber dicho que este sería un lugar neutral. Solo vine a entrenar. El puesto de centinela no es lo mío, prefiero ir al frente.

Ayse no contestó. Tomó su jabalina y la lanzó con precisión milimétrica por encima de la cabeza de Ekrem. Dio en el centro exacto de un árbol lleno de marcas de lanzamientos anteriores.

Ekrem quedó impresionado. Le había dado tantas veces en el mismo lugar, que poco a poco la grieta se había ido profundizando, casi hasta llegar al centro del tronco.

—Me encantaría lanzar así. Lo mío siempre ha sido el combate cuerpo a cuerpo.

Ella hizo caso omiso al halago, y fue a recoger la jabalina.

Una vez Ayse cruzó el arroyo, Ekrem lanzó un puñado de hojas al aire. Con una serie de veloces movimientos en el aire, las partió todas a la mitad antes de que tocaran el suelo.




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