(Hace más de 700 años atrás…)
Ayse y Ekrem se alejaron de la aldea de los Dogan, envuelta en llamas. Ayse sollozaba, viendo su hogar reducido a cenizas. Familiares, amigos, su historia… todo ardía detrás de ellos. Ekrem la cubrió con su manto y la guió montaña arriba.
Atravesaron el bosque con prisa, como si los persiguiera una sombra. Ekrem aseguró que estaban a salvo. Tras horas de caminata, descansaron junto a un arroyo. El murmullo del agua les recordó el lugar donde se conocieron, apenas un par de meses atrás.
—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Ekrem, salpicándose el rostro.
—Estamos a medio camino. Está cerca de la cima de esa montaña —respondió Ayse, señalando un pico escarpado que sobresalía entre los demás.
—Nunca había llegado tan al norte —murmuró Ekrem, frotándose la barbilla—. Nuestra aldea ha estado en conflicto principalmente con las aldeas del este y del sur.
—Nadie nos encontrará ahí. Soy la única que conoce ese lugar —Ayse se sentó en una roca, con la mirada fija en la montaña—. Cuando estallaron los conflictos en el sur, mi clan buscó un refugio. Queríamos un lugar apartado, difícil de alcanzar… pero fértil. No lo hallamos. Ese día, me perdí.
Soltó una risa. Ekrem la miró, cautivado e intrigado. Alzó las cejas, animándola a seguir.
—Creí que desde un punto elevado sería más fácil encontrar un buen terreno. Tardaron varios días en encontrarme. Estuve castigada un mes.
—¿Y cómo sobreviviste? ¿Y los animales salvajes?
—Recuerda que fui criada por cazadores. Seguí este arroyo y pesqué. Dormía en la copa de los árboles , cubierta con citronela para ahuyentar a los insectos.
—Me sorprendes.
—Te dije que lo haría —dijo con una sonrisa pícara, guiñándole un ojo.
Ekrem entró al arroyo e improvisó una red con su camisa. Falló varias veces, hasta que consiguió atrapar unos cuantos peces.
—Bravo —aplaudió Ayse—. Yo los hubiera atrapado al primer intento.
Comieron y reanudaron la marcha, siguiendo el curso del arroyo. Pronto encontraron formaciones rocosas que cortaban el paso. Tuvieron que rodearlas.
Ya entrada la noche, hallaron una cueva. Decidieron pasar ahí la noche para resguardarse de los leopardos.
—Alto —dijo Ekrem, y aguzó la vista.
Un crujido rompió el silencio. Un par de ojos brillaron en la oscuridad.
—Vámonos, despacito —susurró Ayse—. Es un oso gris.
Retrocedieron en silencio, sin apartar la vista de aquellos ojos. Ekrem, con la mano tensa sobre la empuñadura de su cimitarra, se preparaba para lo peor.
Entonces, Ayse tropezó. Ahogó un grito, segura de que se estrellaría contra el suelo, pero Ekrem la atrapó en el aire. Quedaron inmóviles, con el corazón retumbando en el pecho.
El fulgor de aquellos ojos desapareció, y Ayse dejó escapar un profundo suspiro.
—Ufff… Se volvió a dormir. Eso fue muy peligroso.
Siguieron avanzando, sigilosos, hasta el pie de la montaña. Ya en el claro, la subida se presentaba empinada. Ayse tomó su mano y lo condujo por un improvisado y estrecho sendero que bordeaba la montaña. A media subida, encontraron una plataforma natural donde pudieron descansar.
—La vista es increíble —dijo Ekrem.
La luna bañaba el bosque y las montañas de un tono azulado. Un río murmuraba a lo lejos, y el viento mecía las copas de los árboles, acariciándoles el rostro.
—Estas tierras no pertenecen a nadie. La última vez que vine, pensé que quería conquistarlas. Qué horrible palabra… Por las conquistas se ha derramado tanta sangre.
—Ahora nos pertenece —respondió Ekrem—. No por conquista, sino por elección. Conviviremos con la naturaleza: ahora le pertenecemos y ella a nosotros. Estas tierras nos darán lo que necesitemos para vivir, y nos tendremos el uno al otro.
Ayse se ruborizó. Notó un brillo diferente en los ojos de Ekrem. Él, al notar su mirada, se recostó.
—¡Ouch! —se levantó de golpe, con la mano herida —¿Qué fue eso?
Ayse examinó el suelo, y se llevó las manos a la boca.
—¡Las rosas! —exclamó— ¡Aún crecen aquí!
—¿Qué tienen de especial? —refunfuñó Ekrem, succionando la sangre de las heridas.
—Son rosas negras. Raras, únicas —respondió, emocionada—. También las vi cuando me perdí. Parecen crecer en estas montañas.
Ekrem se agachó a observarlas, maravillado.
—Dame tu mano —pidió Ayse.
Ekrem, emocionado, ofreció su mano para tomar la de ella.
—Esa no. La otra.
Avergonzado, extendió la mano herida. Ayse se quitó el listón rojo que ataba su cabello y lo utilizó para vendarle la herida con cuidado y ternura.
—No debe contaminarse.
Durmieron allí, y retomaron el camino antes de que salga el sol. No estaban lejos. Llegaron a una gran explanada con árboles y un claro al borde del acantilado.
—Cuando llegué aquí, soñé con vivir en este lugar. Lamentablemente, era muy pequeño para refugiar a toda mi aldea. Hay madera, agua cerca… Y el amanecer es inigualable.
El sol empezó a brillar, dibujando sombras alargadas. Ayse rompió en llanto, recordando todo lo que había dejado atrás.
—Este será nuestro hogar a partir de ahora —afirmó Ekrem. La abrazó, y dejó que se desahogara.
Pasaron los meses. La improvisada tienda de campaña dio paso a una rústica cabaña.
Ayse y Ekrem vivían felices. Sin embargo, necesitaban herramientas, un hacha, utensilios de cocina, semillas y, quizá, una vaca.
Viajaron a la aldea más cercana, que estaba a tres días de viaje. Se cubrieron el rostro y lo tiznaron con hollín. Se hicieron pasar por una pareja de campesinos. Intercambiaron productos y consiguieron casi todo lo que necesitaban, excepto la vaca. Era costosa y difícil de subir por la montaña.
Pasaron dos años, y su hogar se había transformado por completo. La cabaña era bonita y acogedora, Ekrem había plantado un rosal de rosas negras y una pequeña zona de cultivos. Se turnaban para salir a cazar y se acostumbraron por completo a la nueva rutina.
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Editado: 26.04.2025