Rosas negras y un listón

16. La Muerte

(Vein)

No entiendo qué está pasando.

La Muerte posó sus alargados dedos sobre frente de Alma. Ella se desmayó al instante. Ahora, de sus ojos brotan lágrimas silenciosas.

—¿Qué le hizo? —pregunto, con el corazón encogido— ¿Es algún tipo de castigo?

—Tranquilo, solo la ayudo a recuperar del todo sus recuerdos —responde, altanera, como si todo esto no fuera más que una formalidad—. Necesita entender que un pacto no se rompe. Jamás.

—¿Y eso por qué? ¿Porque Usted lo decide?

La Muerte entrecierra los ojos, divertida. Su expresión mezcla sorpresa e interés, como si no esperara ese atrevimiento.

—Señora —continúo, con la voz firme—, sus tratos son injustos. A cambio de unos pocos años de vida, condena a las almas a una eternidad como Agentes. ¿Por qué no permite que crucen al más allá?

—Porque cada vez menos se lo merecen —replica, y suena como una sentencia—. El mundo está podrido. Si libero a los Agentes, no quedará nadie que gestione el caos de la sobrepoblación y la muerte desbordada.

—¿Y si en lugar de retener, cambiamos los estándares? —insisto—. Hay demasiadas almas vagando, reencarnando sin rumbo. Necesitan guía, no castigo.

La Muerte suspira. Por un instante, parece más cansada que severa.

—Crees tener todas las respuestas… Pero no entiendes la carga. La Humanidad tuvo muchas oportunidades. Y fracasó. Una y otra vez.

Entonces, Alma despierta, confundida. Su mirada salta de un rostro a otro, hasta clavarse en el mío. Su labio inferior empieza a temblar.

—¿Ekrem?

Una punzada me atraviesa el pecho. No así. No era así como imaginaba nuestro reencuentro tras siete siglos.

—Escúchame… Tú no eres Ayse. Eres Alma.

Ella me observa, desconcertada. Luego, baja la mirada y asiente, temblorosa.

—Lo recuerdo todo —susurra.

Un agujero negro se forma en mi pecho, tambaleando todo mi mundo. Decidí que dejaría ir a Ayse. Quien me necesita ahora, es Alma.

—Ahora entiendes por qué siempre has sentido ese vacío en el pecho, ¿cierto? —le pregunta La Muerte.

Alma la mira, frunciendo el ceño.

—¿A qué se refiere? —pregunto, intrigado.

—A la promesa que te hizo antes de que partieras —responde, acariciando su anillo dorado—. Le pediste que nunca te olvidara, pase lo que pase. Aunque su mente no recordara, su alma nunca te dejó ir. Por eso nunca pudo cruzar al más allá.

Sus palabras me derrumban.

—Tras todo este tiempo, la razón por la que ella ha tenido que renacer y renacer… ¿es por mi culpa? —murmuro, con la mirada clavada en el suelo.

—Exacto —responde Ella, sin piedad—. Y aún así me juzgas. Ahora, déjala aceptar el trato. Borraré sus recuerdos. Le daré paz.

Chasquea los dedos y uno de sus guardias se acerca.

—No —digo, sin levantar la cabeza—. Hay otra salida.

—¿Otra? —replica, sorprendida—. No digas tonterías.

—Una salida que le conviene más… a Usted.

Esa frase la detiene. Me observa con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Acerca una de las sillas de bordes dorados del escritorio, y se sienta. Se reclina hacia mí, atenta.

—Te escucho.

—Es cierto que llevo mucho tiempo como Agente. Pero más tiempo lleva Usted ocupando el rol de La Muerte. Imagino que, al igual que yo, ya está hastiada de este trabajo. Por eso, le propongo un trato: yo ocuparé su lugar. Usted podrá cruzar al más allá y descansar. Es lo que siempre quiso, ¿me equivoco?

Por un momento, La Muerte parece humana. Vulnerable. El silencio que sigue es tan denso como el aire antes de una tormenta.

—Tú… ¿acaso tienes idea de lo que representa esta carga? —dice, levantándose lentamente. Mira el reloj de arena colosal que domina el ambiente—. Este reloj mide el tiempo que le queda a la Humanidad. ¿Estás dispuesto a cargar con ello… sabiendo que el fin está cerca?

—Lo estoy

—¡No! —exclama Alma, con los ojos inundados de lágrimas—. Vein, no lo hagas… Debe haber otra forma.

Le dedico una sonrisa. Esta es mi última carta, y estoy dispuesto a asumir las consecuencias.

La Muerte hace un gesto en el aire con su anillo, y mis cadenas desaparecen. Intento levantarme, pero recuerdo la pierna herida. Ella se acerca hacia mí y, aunque no dice nada, veo gratitud en su mirada.

—No dejaré que te separes de tu madre —le susurro a Alma—. Este es el camino que elegí —luego, me giro hacia La Muerte—. Ahora, ¿qué debemos hacer?

—En cuanto te coloques mi anillo, el trato estará hecho. Automáticamente adquirirás todos los conocimientos sobre la muerte, el más allá, y podrás saber el pasado de las otras almas. Podrás controlar el Velo de la realidad… Y te convertirás en La Muerte.

Observo el anillo, que reluce ante mis ojos. Extiendo mi mano para tomarlo.

Siento que el tiempo transcurre en cámara lenta. Alma tiene una expresión de pánico, veo cómo se agita su pecho. Los guardias a mi alrededor me observan, confundidos. Para mi sorpresa, Trece me dedica una fugaz sonrisa. No con su cinismo habitual, sino con una sinceridad silenciosa.

Entonces, un alboroto estalla en el vestíbulo. Los guardias de La Muerte se tensan, llevando las manos sobre las empuñaduras.

Las pesadas puertas se abren de golpe. Quince irrumpe, tambaleante. Tiene un ojo cerrado, la ceja cortada, loas ropas desgarradas como si hubiera atravesado una guerra. Detrás de él, hay un gran número de Agentes aliados, igual de lastimados.

La Muerte alza una mano. Sus guardias se detienen.

—Quince… —su voz es suave, casi maternal—. Pensé que solo querías una inocente protesta. ¿Decidiste ir más lejos?

—Tan lejos como sea necesario —responde él, con la mirada firme—. Les prometí que lucharíamos por ser escuchados.

Nos mira a Alma y a mí. Me sonríe con esa chispa habitual.

—No buscamos violencia. Solo pedimos justicia. Cambios. Un nuevo comienzo.

La Muerte deja escapar una sonora carcajada que retumba en toda la oficina, reververando en los pilares de mármol. Todos intercambian miradas, confundidos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.