Ellos eran una de las familias de cazadores más eficientes y, por lo tanto, más peligrosa de la ciudad. Los Rossblack y sus diferentes ramas se habían dedicado durante generaciones a matar a cuanto nocturno se encontraran.
Si de mí dependiera, yo me habría alejado hacía mucho tiempo de la ciudad, de ellos y de los problemas que acarreaban, pero mi “querido” maestro y creador Velkian se empeñaba en mantener el control de esta ciudad y su residencia dentro de ella aunque eso signifique pelear contra los Rossblack constantemente, lo que me obliga a permanecer aquí.
De una de las ramas secundarias de los Rossblack descendían dos de los más mortíferos cazadores que se hubieran conocido nunca. Sabíamos que sus nombres eran Sergei y Nikolas, y que eran hermanos, pero no más que eso. Eran listos y estaban bien entrenados, no volvían a su guardia hasta que el sol salía y nosotros estábamos obligados a ocultarnos y dormir. Además conocían bien nuestros poderes y debilidades, estaban muy bien equipados para aprovecharse de ellas.
Velkian nos había ordenado a varias de sus creaciones buscar la guarida de los cazadores o bien encontrar alguna debilidad; pero hasta la fecha lo único que habíamos logrado era que mataran a una gran cantidad de mis hermanos.
Ya casi habían aniquilado a todos las creaciones de Velkian cuando pude encontrar una pequeña oportunidad.
Aquella noche me percaté de que un chico acompañaba a Sergei y a Nikolas, debería tener alrededor de 20 años y aunque compartía la gran altura de sus primos, se le veía un poco más delgado, fibroso, y no emanaba aquella promesa de agresividad y violencia. Era casi tan mortífero como ellos a pesar de ser una de las primeras noches en que salía a cazar, según alcancé a escuchar de la plática que mantenía con sus primos. Sabía que demasiado pronto sería tan peligroso e insensible como ellos pero, esta noche, podía ser un flanco débil.
No había tiempo para avisar a nadie, además de que con la información que pudiera obtener podría negociar con Velkian mi liberación; así que tenía que actuar inmediatamente.
Dejé una serie de pistas no tan obvias que llevarían a los cazadores hasta el bosque de las afueras de la ciudad. Allí les tendí la trampa usando un pequeño aparato de los humanos, un llamado celular, en cuya pantalla brillaban un par de ojos y que, cada cierto tiempo, vibraba.
Dejé el pequeño dispositivo entre unos arbustos antes de que los cazadores se acercaran y subí a la copa de un árbol cercano.
Escondida entre las hojas pude ver cuando los tres pasaron debajo de mí, contuve la respiración, observándolos.
Cuando estaban cerca el aparatito comenzó a vibrar y se iluminó la forma de los ojos, yo aproveché el ruido para bajar del árbol silenciosamente mientras los cazadores desenfundaban sus armas. Tal como esperaba, Sergei ordenó al chico nuevo con un gesto que se quedara detrás de ellos.
Cuando la atención de los tres estaba puesta en el sonido me lancé con toda la fuerza y velocidad de la que fui capaz contra el chico. Tomé su mano derecha con la que sostenía un arma plateada y roja, y mordí su hombro (pues su cuello estaba protegido por un collar de plata) para inyectarle un veneno paralizador.
-¡Misha!- escuche el grito de los otros dos.
Tapé su boca y me alejé lo más rápido que sus forcejeos me permitían hasta que por fin el veneno terminó de hacer efecto y él quedó inconsciente. Pude entonces cargarlo en hombros y alejarme a máxima velocidad pues los otros ya nos pisaban los talones e incluso algunos disparos me habían pasado cerca.
Al final logré perderlos y pude, por fin, dirigirme hasta mi hogar, debajo del cual tenía un sótano al que solo se puede acceder por una trampilla oculta en la maleza. Me aseguré de que no me seguían antes de entrar y volver a ocultar la entrada. Incluso permanecí varios minutos junto a la puerta, agudizando al máximo mis sentidos para detectar cualquier cosa que se acercara, afortunadamente nada lo hizo.
Bajé los escalones que me separaban de mi “guarida”, una serie de estancias que utilizaba más para jugar que para pasar el día. En una de las habitaciones del fondo tenía justamente una cruz de San Andrés, que es una especie de “X” enorme que permitía inmovilizar a una persona, deteniendo sus manos y sus piernas.
Sin mucho esfuerzo coloqué allí al muchacho. Cuando estuvo colgado un impulso extraño nació en mí y le arranqué la playera. Su torso estaba casi tan marcado como el de sus primos (Y no es que me hubiera fijado, claro) y debía admitir que se veía muy bien. Ya deseaba empezar a jugar con él, esperaba que no me diera la información que necesitaba tan rápido.
Con estas ideas en la mente me dirigí a la “cocina”. Era una habitación donde tenía refrigeradas una serie de bolsas para donación de sangre (SI ya sé, suena muy cliché, pero es de lo más oportuno tenerlas) y otro de esos aparatos humanos que me permitía calentarlas con solo apretar unos botones. En otro estante tenía algunas botellas de vino tinto, bebida que me ha gustado desde que era humana.