Rowan

Rowan

Durante el siglo IV, en un pueblo alejado de toda ciudad relevante, cubierto por la avaricia y el hambre de poder de unos cuantos, donde cualquiera con el diente lo suficientemente afilado era capaz de sacar provecho de otros; a las afueras de éste, en una cabaña que despedía un hedor repulsivo, a la que ni la más vil alimaña se acercaba por error, vivía un cántico que se repetía en el son de una sola nota perturbando a los transeúntes que llegaban a pasar por ahí. Un canto tan desafinado, desgarrador e incoherente que haría sangrar los oídos de hasta los peores músicos. 

Una cabaña destrozada, llena de moho, con tablas podridas y una chimenea que a duras penas respiraba hollín. Abandonada de todo y por todos, menos por aquella persona que habitaba dentro. Un hombre, al que todos le habían dado la espalda por alguna razón, al que las personas recriminaron por su apariencia y al que se le había negado una vida normal, un hombre que no era llamado como tal. 

Rowan, así lo bautizaron. La aberración más grande jamás vista. Calvo, deforme de manos y con tumores en la espalda que provocaban arcadas a cualquiera que lo viera, con un sólo ojo y dientes podridos y una lengua tan oscura que era imposible verse a través de su boca. 

Rowan era constantemente excluido del pueblo. Tenía que alimentarse de plantas y animales rastreros que llegaban a aparecer por su cabaña de vez en cuando, privándose también del líquido vital, pues por aquel lugar no pasaba más que un río seco plagado de huesos y troncos donde vivían las serpientes. Pero no siempre fue así. 

Las personas que pasaban por el río daban media vuelta al ver a Rowan o simplemente le obligaban a alejarse lanzando rocas, gritando o insultando cuanto pudieran sin ser conscientes del odio y desprecio que comenzaban a crear en su interior. Durante años así fueron las cosas, la gente excluía a Rowan y este se ocultaba entre las sombras y las telarañas de su cabaña, se metía debajo de las sucias telas y encendía la vela echa con la cera de su propia piel para tener algo de luz. 

En algún punto del pasado, el pueblo se vio sumido en una oscuridad que parecía eterna, en la que se formó una secta nigromante, aquellos que decían tener el control sobre la vida y la muerte, sobre lo que había y lo que no y que por tanto se atrevían a experimentar con los cuerpos de los pueblerinos. Rowan terminó uniéndose a la secta, el único lugar en el que podía sentirse como una persona y poco a poco aprendió y perfeccionó el arte de la nigromancia, tomando un papel sumamente importante en la secta. 

Cuando los llamados "Días Negros" terminaron, la secta perdió relevancia en el pueblo y finalmente se disolvió, quedando únicamente Rowan en aquellos terrenos y siendo destinado a convertirse en una bestia por el resto de sus días debido a sus actos. El pueblo prosperó, salió adelante y poco a poco iba acercándose cada vez más a ser una pequeña ciudad donde los comercios eran cada vez más grandes, las personas más amables y las casas más firmes.

Un día, soleado como cualquier otro, cuando el cántico de las aves se podía escuchar por todo el bosque y las flores brillaban por su única belleza, una doncella, de piel canela, largos cabellos azabache y ojos almendrados, paseaba con una canasta tejida a través aquél seco río, recogiendo flores y plantas varias, tomando entre sus delgadas y suaves manos los frutos que caían de los árboles y tarareando un coro angelical con su voz. Los lentos pasos entre el césped y aquél sonido que la mujer producía, además de los pajarillos cantantes, creaban un ambiente de paz y luz que a cualquiera enamoraría. Incluso a Rowan.

Oculto detrás de un naranjo casi seco, cubierto con una manta gris de los pies a la cabeza, se encontraba aquél hombre observando a la mujer siendo iluminada por los rayos de Sol que se escurrían entre las hojas de los árboles. El ojo de Rowan se veía iluminado, lleno de vida y su tez pálida se notaba un poco más humana. 

Rowan se mantuvo ahí por minutos, observando todos y cada uno de los pasos que daba la mujer sin despegar su mirada de su figura y soltando uno que otro suspiro de vez en cuando. La mujer se veía feliz, llena de vida, esperanza y regocijada por estar ahí rodeada de tanta belleza; sin embargo, su mirada cambió repentinamente al detectar un olor desagradable. Siguió caminando a paso cuidadoso y notó una planta que crecía entre la maleza, cubierta por enredaderas y raíces, lo que la obligó a ponerse en cuclillas.

Mientras estaba distraída, Rowan decidió salir de su escondite y mientras se acercaba tomó entre sus manos un tulipán naranja que crecía cerca del árbol. Caminó hacia ella desde detrás de la misma, despacio y sin provocar ruido, cubriéndose el rostro y con sus extremidades ocultas por debajo de la manta. Cuando la chica se dio media vuelta y se colocó en pie, su rostro se volvió pálido y su garganta exclamó un pequeño y agudo grito de terror.

—¿Quién eres? —preguntó incrédula y entre tartamudeos, con un notorio temblor en su labio inferior.

Rowan no respondió y en lugar de ello estiró uno de sus brazos, pálido y lleno de cicatrices, dejando ver aquél tulipán esperando que ella lo tomase, pero no fue así. La mujer dio dos pasos hacia atrás de forma temerosa y pinchó su talón con aquellas espinosas enredaderas, dejando salir unas gotas de sangre que mancharon lo poco que había en el suelo. Y aunque Rowan mantenía su brazo estirado, la chica no respondía ante aquél detalle, sólo miraba aterrada.

Durante unos segundos sus miradas se entrelazaron y Rowan aprovechó para acercarse un poco más, pero la mujer le arrojó aquella flor que había tomado de entre las enredaderas y se echó a correr.

Una pasiflora podrida yacía ahora en el suelo, a los pies de Rowan, quien, en un sentimiento de rabia y un llanto contenido, apretó aquél tulipán y volvió polvo sus pétalos. Un largo suspiro se escuchó y del ojo de Rowan brotó una lágrima de color negro que recorrió toda su mejilla y cayó sobre la flor muerta. Aquella lágrima tintó la pasiflora de un brillante color morado y revivió sus pétalos llamando la atención del nigromante. Éste se agachó y tomó entre sus manos la aparentemente rejuvenecida flor, la cual no sólo había cambiado sólo su color, sino también su forma y hasta su olor.




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