Rowena

Capitulo 3

La plaza olía a piedra caliente y a incienso viejo. El sol caía de canto sobre las columnas marmóreas, haciendo que los mosaicos de la escalinata centellearan como escamas. Por encima del rumor humano se elevaba un repiqueteo grave: campanas pequeñas, colocadas en hilera, que marcaban los compases de la ceremonia como un corazón que no se detiene. Rowena se quedó en el borde, apoyada en la barandilla, y dejó que la escena la atravesara antes de intentar entenderla.

Gente de todas las edades iba y venía por los escalones: mercaderes que rezaban con la prisa de quien pide favores y teme perder la clientela; ancianos que se detenían a trazar signos precisos en el aire; niños que jugaban a imitar las posturas de los acólitos. Había un ritmo —un lenguaje de cuerpos— que la plaza hablaba sin necesidad de palabras. Rowena lo observó con la vivacidad de quien aprende del tacto del mundo. No tenía maestro allí; sólo ojos y manos.

Vio cómo una mujer depositaba una bolsita de semillas en la fuente central, inclinando la cabeza en un ángulo que parecía despedir una pena. Rowena imitó esa inclinación, sin pronunciar la plegaria porque aún no conocía las palabras. Pasó la mano por una de las repisas, tanteando el frío del mármol para recordar la sensación, y dejó que sus dedos cayeran al ritmo de otros dedos, copias imperfectas de gestos aprendidos sin orden ni nombre.

—No tan brusca —dijo una voz detrás de ella, fina como una campanilla que contrasta con el bronce de las campanas. Rowena se dio vuelta y encontró a la novicia mirándola: joven, con el cabello recogido en una coleta apretada. Sus ojos eran dos lentes que escudriñaban.

—Lo siento —respondió Rowena, sorprendida—. No sé las oraciones. Sólo... trato de no romper nada.

La novicia entrecerró los labios, no con dureza del todo; más bien con desconfianza medida. Llevaba la túnica sencilla del templo, sin adornos, y en la comisura del cuello algo brillaba: un alfiler en forma de hoja, signo de admisión reciente. Se llamaba Sera, dijo, con una voz que parecía probarse como si fuera nueva también.

Sera se acercó y la miró hacer. Sus manos eran pequeñas y ágiles; el estudio de tantos días le había dejado precisión en cada movimiento. Rowena había observado el gesto de bendición muchas veces: dos dedos al frente, cruzar la palma sobre el corazón, girar la muñeca como si se sellara algo. Cuando ella lo intentó, sus dedos temblaron y un anciano cerca de la fuente la corrigió con una sonrisa amarga.

—No es para lucirlo —murmuró Sera, enseñándole a bajar la cabeza un poco más—. Exhala primero. Las oraciones no se lanzan; se entregan.

Rowena obedeció. Exhaló. Eso cambió todo: el gesto dejó de ser una mera imitación para volverse algo que iba fluyendo por su pecho. Repitió la secuencia, y Sera observó con el ceño menos duro.

—¿Vienes de lejos? —preguntó Sera, de manera que la pregunta fuera a la vez curiosidad y advertencia.

—Del otro lado del río —dijo Rowena—. Vine porque dicen que el templo... protege. Y porque quería saber cómo se hace.

Sera soltó una risa breve, sin malicia.

—Protege a quien se sigue las reglas. Aprender las reglas lleva tiempo. La primera es no mirar por encima de los demás. La segunda... —se detuvo y señaló a los acólitos que formaban una fila para pasar bajo el pórtico— la segunda es que no todos los favores se conceden por piedad. A veces el templo exige algo a cambio.

Rowena la miró: había una claridad en la voz de Sera que no alcanzaba a la frialdad. En sus palabras había experiencia de quienes han visto peticiones rechazadas, han observado la balanza inclinarse por motivos que no siempre se entienden.

El sonido se elevó y la multitud se abrió, dejando paso a una comitiva que bajaba la escalinata. Eran figuras revestidas con capas bordadas, jóvenes con abanicos pequeños que marcaban un ritmo hipnótico. En el centro, un altar portátil sostenía una urna dorada. La procesión avanzaba con la solemnidad de los que hacen de la repetición un acto sagrado...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 21.10.2025

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