Rowena

Capítulo 4

Rowena sintió que la plaza la absorbía: intentó contar los pasos, aprender el tiempo, porque conocía su modo de aprender mejor—por prueba y error. Copiaba el gesto de una mano que ofrecía aire; imitaba la inclinación de una rodilla; musitaba las vocales que escuchaba sin comprender su sentido. Sus labios se movían en una oración sin semilla de verbo que, sin embargo, la tranquilizaba.

Sera la dejó a su aire y se fue a ocupar de una mujer que quería encender una vela. La joven novicia actuaba con esa mezcla de firmeza y reserva propia de quien repite actos que todavía le parecen grandes. Desde la distancia, Rowena distinguió una figura que se recortaba sobre la entrada del templo: Hermana Lysa.

No se acercó; no tenía que hacerlo para imponer su presencia. Desde la logia superior donde permanecía, Hermana Lysa era un punto oscuro contra el mármol blanqueado, y aun así su figura mandaba. Rodeada por dos acólitos, observaba sin gesto. No levantaba la mano; no hablaba. Su autoridad no cursaba en órdenes dadas en voz alta, sino en la manera en que la gente al pasar inclinaba la cabeza, como si alguien hubiera dictado esa inclinación desde siglos atrás.

Rowena la observó con la curiosidad de quien encuentra un objeto nuevo y antiguo a la vez. Había algo ritual en la distancia entre Lysa y la plaza: la logia la separaba físicamente pero también la revestía con un halo —un emplazamiento que definía quién se acercaba y quién debía quedarse fuera. La multitud la legitimaba con su respeto, y el respeto se transformaba en poder sin que Lysa necesitara mostrarlo.

Un hombre llegó, jadeando, con los ojos llenos de desesperación. Se acercó a la base de las escalinatas, temblando, y una asistente lo tomó del brazo con suavidad. Pidió audiencia. Alguien en la fila dejó paso. La comitiva que bajaba apartó el paso. Todo ocurrió en cadena: las miradas, los silencios, los gestos de prioridad. Era como si cada movimiento fuese un voto no escrito que confirmaba la estructura de arriba hacia abajo.

Rowena se sintió por un momento pequeña y enorme a la vez. Pequeña porque la plaza parecía un mecanismo que la contenía; enorme porque al aprender a moverse en ese mecanismo, empezaba a comprender cómo se sostenía. Aprendía sin maestros formales: sus ojos eran su tutor, su cuerpo el alumno. Cada repetición limpiaba la ignorancia. Cuando una madre dejó una prenda en la baranda para que la bendijeran, Rowena la tocó con la punta de los dedos y sintió el peso tangible de la esperanza.

Sera regresó, con las manos delantaladas de cera y una tirita blanca en el pulgar. Se sentó junto a Rowena sobre un escalón calentado por el sol.

—¿Te ofrecieron agua? —preguntó la novicia.

—No —contestó Rowena—. ¿Importa?

—Importa. Mucho. En el primer mes te enseñan a pedir agua sin mirar la jarra como si fuera un trofeo. Aprenderás a pedirla con la misma calma con que se pide piedad.

Rowena la miró. Le gustaba la manera en que Sera hablaba, sin paternalismos, solo reglas aprendidas con la piel. Pensó en lo que la novicia había dicho antes: que el templo protege pero también exige. Aquí, la protección no era gratuita; era una negociación hecha de gestos, silencios y símbolos. «Legitima el poder», pensó Rowena. No era una frase que hubiera leído; era una evidencia que palpitaba en la piedra.

Un acólito mayor cruzó la plaza y, al pasar, echó una mirada rápida hacia la logia donde Lysa se mantenía como si el tiempo no le afectara. Algunos fieles alzaron la voz en una petición colectiva; otros depositaron monedas en un cesto que luego una séquito de jóvenes vaciaría y contaría. Rowena observó cómo cada pieza —los acólitos, las donaciones, la novicia que enseñaba a quien recién llegaba— encajaba en un sistema mayor. El templo no era solo fe; era un aparato que organizaba deseos, les daba forma y, a cambio, pedía reconocimiento...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 21.10.2025

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