Rowena

Capítulo 9

El patio del templo parecía un dibujo recortado contra la noche. Las columnas se recortaban como dedos alargados sobre la piedra fría; la luna, pálida y austera, derramaba un zumo plateado que hacía relucir los bordes de las hojas de los olivos. Un hilo de incienso se elevaba desde el borde de la fuente central, serpenteando pausadamente antes de desvanecerse en el aire. Todo estaba dispuesto para el ensayo ritual: cojines alineados, cálices brillando a media luz, paños doblados con obsesiva simetría. Y, sobre uno de los pedestales laterales, una fila de pequeñas velas protegidas por recipientes de vidrio, sus mechas negadas todavía a la llama.

Rowena estaba de pie en el centro del cuadrilátero sagrado, con el cuerpo demasiado recto y las manos demasiado torpes. Se notaba que había repetido los movimientos —arreglar el paño, inclinar la cabeza, pasar el incienso— pero aún le faltaba algo que ni la práctica más diligente podía dar: la cadencia habitual de quien hace algo mil veces y ya lo hace sin pensar. Su respiración delataba la tensión; sus ojos, la prisa de quien teme quedarse atrás.

Hermana Lysa observaba desde la penumbra de una arcada, sus dedos cruzados sobre el rosario como quien sujeta una costura para no verla deshilacharse. No se había acercado, no había intervenido; se había acomodado en la penumbra a estudiar. A esa distancia, la luz delineaba su perfil, y a ratos la sombra dejaba ver una expresión que nadie que la conociera bien hubiera esperado: no la severidad habitual de la instructora, sino una intriga templada en algo parecido al afecto.

Rowena alineó el cáliz con manos que no terminaban de sincronizarse. Colocó el incienso y, en lugar de encenderlo, lo dejó reposar sobre la palma como si quisiera medir su peso.

—¿Lo hago así? —preguntó, torpe, hacia la arcada.

La voz de Rowena era demasiado clara en la noche; la respuesta de Lysa llegó tras una pausa, con la calma precisa que es ante todo una decisión.

—Así —dijo Lysa—. Detente antes de inclinarte. Escúchate respirar.

Rowena cerró los ojos un segundo y ajustó la postura. Cuando habló otra vez, su voz ya no buscó aprobación sino comprensión.

—Hermana… ¿por qué hacemos que la campana dé tres toques y no cuatro? ¿Por qué no se enciende la vela hasta que no se pronuncia la última palabra? —Las preguntas le salieron con una impaciencia contenida, como si quisiera arrancar la costra a algo que la curaba pero no la dejaba ver la herida.

Lysa sintió el hilo de curiosidad en aquellas preguntas; lo supo, porque, a su edad, había sido la misma curiosidad la que la había llevado a desafiar a maestros y a libros. Hay preguntas que, formuladas con la perspicacia de quien desea entender, sí son permitidas. Otras, en cambio, son como cuchillos en ceremonias: hacen sangrar el rito.

Lysa apartó la mirada de Rowena por un instante para mirar la fila de velas. Tomó una de ellas entre los dedos, la dejó entrar en la palma como si fuera un secreto, y se acercó sin prisas, sin anunciar su intención. Hubo en su avance un gesto medido —no corrección, no ódlolo— sino una acción que parecía más bien una escritura en el aire.

Puso la vela frente a Rowena y no la encendió.

Rowena abrió los ojos de golpe. La vela, junto a las demás, estaba lista para ser prendida, pero Lysa la había dejado apagada, sola en un pedestal. Un movimiento mínimo: algo tan pequeño que podría pasar por descuido. Pero en la quietud del patio, ante el deber ensayado, cada mínimo gesto se llenaba de significado.

—Hermana Lysa —dijo Rowena, inclinándose un poco hacia adelante—. ¿La vela… no va encendida?

Lysa guardó silencio el tiempo justo para que el murmullo del agua de la fuente pareciera una tercera presencia entre ellas. Luego habló, y su tono perdió la distancia de la maestra que corrige para convertirse en el filo de una pregunta...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 04.10.2025

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