—Un lazo sencillo, con mil rayas, para llevar en el cabello —indicó—. Dile a la persona que lo entregue en la hospedería del templo. No te nombres. Di solo que la Casa de Varren agradece su devoción. Si la novicia regresa, tráela a mí. Si no, observa si alguien se interesa por el lazo y quién pregunta.
El mayordomo asintió, conocedor de las redes donde los más humildes pueden transformarse en instrumentos.
Mientras el plan tomaba forma en la cámara, las calles murmulleron. Elion se detuvo a encargar celo a un escribano que conocía por sus oídos; Rhia salió hacia los muelles con la ligereza que aprendió de las sombras; un mensajero con trapos secos recibió instrucciones de hablar con comerciantes de armas, sembrando la consigna de que "alguien había visto a Tyren con figuras inusuales". La sospecha, tratada con manos hábiles, comenzaba a desparramarse como una tinta que no mancha pero deja marca.
Horas más tarde, cuando la tarde había cedido su último rojo, el acólito que había entrado primero volvió a la hospedería de la Casa de Lysa. Encontró a Rowena en el patio, las manos aún perfumadas por las flores. Se acercó con el lazo envuelto en el lienzo azul.
—Una cosa quiso agradecer —dijo, y guardó la discreción en la comisura de la frase.
Rowena tomó el lazo y lo abrió con la misma lentitud con que uno lee un papel que podría ser una respuesta a un enigma. No hubo palabras explícitas entre ellos. Había, sin embargo, una corriente nueva: una nota silenciosa que decía que alguien en la corte había escuchado y que eso era, por sí mismo, una puerta.
Esa noche, en la cámara de Varren, el rumor ya era más que rumor: era posibilidad. El consejero repasó los movimientos que había ordenado; tenía la sensación, apenas perceptible, de que una mano pequeña —invisible por su delicadeza— podía torcer una rueda. Si Rowena aceptaba la invitación y hablaba con cuidado, podría emitir otra insinuación que reforzara la sospecha. Si se negaba, al menos el lazo, aparecido en los corredores del templo, sería una señal de que alguien más se interesaba. Cualquier movimiento obligaría a Tyren a probarse o a callar.
En la posada cercana a los muelles, un mercader de armas escuchó dos clientes comentar el nombre de Tyren. En el mercado, una vendedora de especias contó a la tendera de enfrente que había visto una novicia en el salón mayor. La semilla estaba plantada; la jardinería de la corte ya se ocupaba del resto.
Varren cerró el diario de cuentas con un dedo y miró la lámpara hasta que la cera se volvió una mancha de oro. Luego, sin prisa, tomó una hoja en blanco y escribió tres palabras: “Observa Tyren —silencio”. La dejó sobre el mapa. Fue suficiente por ahora.
Al día siguiente, en el tramo del templo donde los devotos intercambian confidencias mientras encienden velas, Rowena se sentó con lazo nuevo en la falda y la cabeza girando con posibilidades. No sabía todavía que su nombre ya circulaba en voz baja en la casa de un consejero; no sabía que Varren había pensado en ella como instrumento. Solo tenía la sensación, cálida y peligrosa, de que una observación suelta había puesto en movimiento piezas que antes no se movían.
Por primera vez, mientras deshilachaba la corbata del lazo entre los dedos, pensó en la tentadora manera en que una insinuación —esa competencia del silencio— podía doblar el rumbo de los hombres. Y sonrió, pequeña y decidida: sabía hacer lo que Varren había visto desde el comienzo, aquello que no fuera belleza sino sostén. Si lo que pretendía era que la corona no fuera bonita sin su intervención, entonces aprendería a convertir rumores en puentes y silencios en dagas sin ruido...
Editado: 21.10.2025