Rowena

Capitulo 18

La noche había cerrado las puertas de la ciudad como quien baja el portón de una casa; la lluvia, recién apartada, dejaba en los adoquines un brillo que multiplicaba las farolas. El callejón que corría junto a la casa de Marisol era estrecho, sin árboles ni miradas amigas, un pliegue en la tela urbana donde la luz se volvía rumor y las sombras, secreto. Marisol estaba apoyada contra la pared de piedra, con el cuello envuelto en su chal, una mano apoyada en la puerta como si necesitara algo sólido a lo que sujetarse. El aire olía a humedad y a pan viejo; de algún lado llegaba la melodía lejana de un laúd que alguien afinaba antes de una taberna.

La figura que bajó por la acera no vino con la velocidad de un cliente ni con la parsimonia de un vecino: avanzó con un paso calculado, ajustando la capa que lo cubría como quien esconde más que ropa. Las botas raspaban. Cuando estuvo a pocos pasos, abrió la capa un instante para mostrar el brillo de monedas en una bolsa; luego la cerró de nuevo. Tenía la cara curtida, la barba recortada y una voz grave que parecía haber envejecido en bodegas y puertas de almacén.

—Señora Marisol —dijo, sin llamar—. Dicen que la casa no está al día con sus cuentas.

Marisol lo miró, y su saludo fue un gesto mínimo. No tenía miedo de las palabras, pero sí de lo que traían.

—¿Cobran en la oscuridad ahora, o ha aprendido a leer las listas el viento? —respondió ella, seca.

El hombre sonrió con dientes de medianoche.

—No es el viento quien trae nombres. Alguien tiene memoria —contestó—. Y quien vive de memorias, cobra cuando las prometen.

Había un tono en su voz que no invitaba a la discusión. La bolsa con monedas tintineó cuando la apoyó contra su propia cadera.

—¿Qué quieren? —preguntó Marisol—. No hay nada guardado aquí que deba interesarles.

El cobrador se acercó un paso, y el eco de sus botas llenó el hueco entre las dos paredes como si alguien hubiera dejado caer una moneda grande. La lluvia, más arriba, cesó; incluso la ciudad parecía contener la respiración.

—No quiero problemas, señora. No he venido a jugar con llaves ni con puertas. Vine a recordar. Hay gente que tiene curiosidad por cierta niña que vivía junto al puerto.

Marisol apretó los dedos alrededor del chal hasta que la tela dejó de ser suave y se volvió soga.

—Rowena no vive junto al puerto hace años —dijo, con la voz tan plana como la piedra sobre la que apoyaba la mano—. No busque fantasmas donde los tuvieron que dejar.

El hombre ladeó la cabeza, y por un instante, el callejón volvió a ocuparlo todo menos su voz, que se hizo más baja, un trueno contenido.

—Sabemos de la niña del puerto —repitió, y las palabras cayeron pesadas—. Sabemos cómo corría en las mañanas con las redes, quién le daba pan, con quién hablaba en las sombras. Sabemos que no llegó al templo por caridad; alguien la llevó. Y eso, señora, puede comprarse, o puede venderse.

La frase fue un golpe. Marisol sintió un frío subirse por la espalda que no venía de la lluvia. Sabían. No era una amenaza literal: no habían levantado la tapa de su casa ni escarbado en cajones. Era algo peor: una confirmación de que la ciudad guardaba memoria y la usaba como moneda.

—¿Quién sabe? —logró decir, y la palabra fue un filo.

El cobrador sonrió otra vez, pero esta vez el gesto no alcanzó los ojos.

—Gente que escucha lo que otros no quieren que se juegue en las cartas, gente que guarda facturas viejas por si un día sirven para doblar a un deudor. Piénselo así: hay quienes prefieren negociar. Habrá quien ofrezca silencio por unas monedas, y habrá quien pida favores por una palabra que ponga la cara de la niña en la mesa de los que mandan...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 21.10.2025

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