Marisol apretó la mandíbula hasta que le dolieron los dientes. La suposición era sencilla y punzante: si alguien levantaba su lengua en los lugares de la corte, nombrar a Rowena y su pasado del puerto podía convertirse en una cuerda para maniobrar. No era solo que la novicia pudiera perder su lugar; era que ese lugar, conseguido con tanto esfuerzo y delicadeza, podía ser usado de palanca para abrir puertas que Marisol no estaba dispuesta a ver abiertas.
—¿Qué quieren a cambio de silencio? —preguntó ella, y no intentó disimular la temblorosa voz que le surgió por debajo—. No tengo dinero.
El hombre sacó de la capa un papel doblado, lo desplegó con los dedos como si fuera un documento de ley. No era otra cosa que una nota escrita en tinta corrida: un nombre, una cifra, una firma. Lo dejó entre ellos, sobre un charco que reflejaba la farola como si fuera una luna partida.
—No necesito su casa —dijo—. Necesito que la próxima vez que la niña del puerto salga a la calle, lo haga con la memoria bien cerrada. O que alguien en el templo recuerde que hay una cuenta pendiente. Nada más. Y si no se hace así, alguien se encargará de recordar a quienes olvidan. No me gusta la violencia, señora, pero conozco a quien sí.
Marisol miró el papel, la cifra. No era una cantidad que pudiera conseguir en la noche; era la cifra destinada a forzar decisiones. Allí se anunciaba una extorsión que no necesitaba violencia explícita para hacer daño: bastaba con abrir una boca en el lugar adecuado.
—¿Quién dirige esto? —insistió, y la pregunta no pedía nombres por curiosidad sino por una tabla para asirse—. ¿Tyren? ¿Alguien de la corte?
El cobrador negó con lentitud, como si hubiera tocado una madeja que no quería deshacer.
—No digo nombres. Digo oportunidades. Si quieren, cierran la cuenta y olvidan. Si no, alguien puede recordar en un salón, en una confesión que no es tal, o en la boca de un mercader que prefiere vender usando historias. Su elección, señora.
Antes de que Marisol pudiera responder, un ruido distinto se acercó por el extremo del callejón: pasos medidos, pero sin la brusquedad del cobrador. La sombra larga de una figura se detuvo en la entrada, llevando consigo un halo de luz menor: la lámpara que sostenía parpadeaba, y con ella llegó la fragancia tenue de la mirra y el aceite usado. Fue como si la noche hubiese permitido la entrada de otra clase de voz, más afilada por la tranquilidad que por la amenaza.
El cobrador tensó el cuerpo, pero la nueva figura habló con cortesía profesional y un timbre que pertenecía a otro mundo —el del templo.
—Marisol de la Casa del Puerto —dijo el hombre con voz temblorosa pero firme—. Soy Padre Aliano, del templo de Lysa. Traigo un aviso. Rowena ha sido llamada a presentarse ante el Consejo de Novicias. Es una invitación formal: se le ofrece la oportunidad de presentarse ante el Consejo el tercer día después del amanecer.
La palabra "oportunidad" cayó con un peso ambiguo. El cobrador resopló, incrédulo, y miró al sacerdote como quien distancia un negocio de una buena amenaza. Marisol, en cambio, sintió que el mundo se plegaba de otro modo: lo que hasta entonces había sido una llave para abrir sus peores temores se convertía en una rendija por donde podría colarse la verdad, o la mentira que la protegiera.
—¿El Consejo? —preguntó ella, sin levantar la vista de la nota que aún sostenía—. ¿Por qué?
El padre cruzó las manos sobre el pecho, la lámpara arrojando sombras sobre los surcos de su rostro. Tenía la sotana manchada en el borde, las uñas de quien trabaja con velas.
—Hay quienes han hablado de su devoción, y quienes han visto su dedicación en la enfermería. El Consejo ha considerado que su caso merece ser oído en persona. No es un juicio, dijo el cardenal; es una presentación. Una oportunidad para que Rowena se exponga y para que el templo decida si la promueve, la prueba o la acoge plenamente...
Editado: 21.10.2025