Marisol apretó los ojos una fracción. "Presentarse" podía ser lo que prometía: una puerta a la protección, a la legitimidad. O podía ser otra cosa: un tribunal donde preguntas indiscretas abrirían la herida de su pasado con tijeras brillantes. Mientras pensaba, el cobrador se recompuso y, como quien recoge una capa después de un comentario que no fue del todo mal recibido, dejó la nota, la bolsa y una advertencia que sonó a despedida:
—El día que den su testimonio, habrá quien escuche con interés. Recuerde eso, señora. La memoria tiene precio. Y no todo se compra con monedas.
Antes de que la voz se perdiera, Marisol miró al padre. Por un instante, vio en sus manos la lámpara como una promesa de luz, pero también como un faro que señala a quien no desea ser visto. Respiró hondo, y la decisión, la primera desde que supo que alguien la había recordado, brotó como una rama nueva en un árbol viejo.
—Dígale a Rowena que acepte —respondió al fin—. Dígale que se presente. Y al resto… —miró al cobrador con frialdad—. Que sepan que en esta casa no se vende el silencio. Si pretenden abrir bocas, que primero prueben abrir las nuestras.
El cobrador se encogió de hombros y, sin más, dio media vuelta. Su figura se perdió en la noche igual que había llegado: sin ruido, con la bolsa tintineando como un latido. Padre Aliano se acercó un paso más y dejó un pequeño pergamino en las manos de Marisol: la notificación oficial, sellada con cera morada.
—Vea esto como una oportunidad —repitió, con la suavidad de quien ofrece un pan en la mesa—. Si necesita un acompañante, el templo puede enviar uno. No siempre es peligro presentarse; a veces es la única manera de cerrar una historia que otros quieren mantener abierta.
Marisol sostuvo el pergamino como si fuera una herramienta y no un papel: algo que podría usarse para abrir o para tapar. Afuera, el callejón seguía siendo un pliegue oscuro en la ciudad, pero en ese pliegue había aparecido una luz —una posibilidad— y, al mismo tiempo, un ruido que olía a ventas y a chantajes.
Rowena, si la llamaban, podría presentarse ante el Consejo y reclamar un lugar o exponer una verdad que nadie le pedía. Marisol pensó en la niña que había corrido entre redes y boyas, en la novicia que había aprendido a medir la palabra como si fuera una cuenta; pensó en la oportunidad que ofrecía esa formalidad y en la cuerda que, si la dejaban tensar, podría asfixiarla.
Se guardó el pergamino en el bolsillo, como quien guarda una llave con dos caras, y cerró la puerta tras de sí. Afuera, la noche tragó los pasos de los dos hombres. A través del cristal de la ventana, la lámpara de la cocina proyectó sobre la calle un rectángulo de luz tenue, y en él, por un instante, parecieron superponerse dos figuras: la de una mujer que protege y la de una niña que, quizá, tendría que decidir si su pasado la define o la salva...
Editado: 21.10.2025