Rowena

Capítulo 21

El templo despertaba antes que la ciudad. Sus piedras respiraban el frío de la madrugada y, cuando el sol todavía andaba perezoso detrás de los techos, los cirios ya comenzaban a encenderse con manos que conocían el pulso de la llama. Rowena la sintió todo: el olor a cera, a incienso de mirra, un leve rastro de azufre que se pegaba al pelo como secreto, y el continuo vibrar de las voces que practicaban himnos en los corredores donde las sombras tenían nombre.

—Silencio —mandó una voz que no buscó ser amable y todavía así lo fue—. No es piedad lo que enseñamos aquí, sino cuidado.

Era Hermana Lysa, delgada y dura como una moneda antigua. Llevaba la túnica exactamente a la medida de su autoridad y la frente marcada por una cicatriz casi ceremonial. Sus dedos corregían posturas, sus ojos corregían actitudes. Rowena respondió con la inclinación que aprendía a medir: no demasiado humilde, no demasiado altiva. Aprendería a medir también las inclinaciones de otras personas; la lección no tardaría.

Las primeras semanas fueron un taller de disciplina. No solo aprendió las oraciones—las sílabas largas y las breves, las pausas que eran postraciones y no mero silencio—sino también el más sutil de los actos: cómo fingir que la voz no vacilaba cuando se la llamaba por un nombre que dolía. Lysa la hacía recitar frente al altar, con una antorcha detrás que proyectaba su sombra grande y blanda en la pared.

—No te apures —dijo Lysa una tarde, observando cómo Rowena atropellaba una frase—. La oración no es carrera. Si te adelantas al ritmo, la verdad te dejará. Regresa a la respiración. Escucha el latido de la piedra.

Rowena inspiró. La sala parecía latir con ellas. Alrededor, otras hermanas murmuraban, remendaban los mantos rituales, colocaban perlas en hileras que parecían pequeñas lunas. No faltaron los ojos curiosos de la corte que solemos ver en los templos: nobles que buscaban consuelo, ases de mirada calculadora que buscaban alianzas.

Fue allí donde la verdadera lección se volvió política. No con la crudeza de los salones del palacio, sino con la suavidad del agua donde se reflejaban las máscaras: gestos que pedían, cejas que contestaban a medias, reverencias que medían un favor. Rowena empezó a notar patrones.

Lady Evelin fue la primera que le pareció una sombra clara en esa trama. Llegó una mañana en una capa de color vino oscuro, con guantes de seda y una sonrisa tan pulida que sonaba a vidrio en la mano. Su presencia alteró el aire; las hermanas le cedían el paso como quien debe la paz.

—¿La nueva? —preguntó Evelin, con la cabeza inclinada apenas.

Lysa intervino con un protocolo afilado.

—Rowena es aprendiz de la Casa del Rito. Tu presencia será bienvenida, como siempre, señora.

La manera en que Lady Evelin aceptó la mano extendida de Rowena, la presión breve y fría, y esa frase casi inaudible —«la máscara no tarda en caer»— hicieron a Rowena entender dos cosas: a Evelin no le disgustaba el templo, le gustaba controlar las corrientes que iban hacia él; y que no tardaría en intentar mover a quienes pudiera.

El primer desafío público vino pronto: la ceremonia de la Luna Baja, pequeña, pensada para los devotos de mediodía, pero con ramos de nobles siempre mirando desde la galería. Lysa la había inscrito. No era solo una prueba de memoria, sino de presencia. Debía recitar un pasaje que invocaba la misericordia sin sonar insincera. Había que hablarle a la gente de poder y no parecer que se les pedía nada.

La noche anterior, mientras repasaba las sílabas en la celda, alguien dejó unos pasos fuera de su puerta. Rowena abrió con cuidado. Un hombre joven, el paje del rey según supo luego, estaba apoyado en el umbral con una bandeja y una mirada más cansada que obediente.

—No debería —murmuró él.

—No importa —contestó ella—. Pase...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 21.10.2025

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