Rowena

Capítulo 25

Agneo, en la galería, no aplaudió. Su rostro permaneció impasible, pero sus dedos rozaron la argolla con la que cerraba el pliegue de su capa. Fue un gesto mínimo, una nota fuera de compás; en la parsimonia de la corte, era un golpe. Rowena lo notó y respondió en la única forma que podían: con la mirada.

El intercambio fue breve y codificado. Agneo bajó un poco la cabeza, fijó la vista en la luna de plata sobre el pecho de Rowena y después en su mano derecha, donde un anillo sencillo marcaba un surco. Era la señal de quien pide discreción y ofrece oportunidad.

Rowena, sin romper la serenidad del rito, contestó con un gesto propio: dejó caer imperceptiblemente el pliegue de su manto de manera que la luna quedara a cubierto por la sombra de la tela. Un mensaje diminuto: entendido. El gesto era como prestar y devolver una palabra sin decirla; era la sutileza de quienes juegan a cambiar la dirección de un rumor sin que el rumor sepa que ha cambiado.

Al terminar la ceremonia, los pasillos se volvieron riachuelos de conversación. Los corredores guardaban ecos que la noche no sólo escucharía, sino que traduciría.

—¿La hermana nueva? —preguntó un joven con la voz hecha de curiosidad y ambición. Tenía la marca de la casa de un barón en las mangas.

—Dicen que la luna de su broche fue un regalo del rey en otra vida —respondió una dama cuyos ojos estaban siempre en la venta de favores—. Eso explica su osadía.

—O su atrevimiento —murmuró otro, con la lengua fina de la sospecha.

El rumor se enroscó entre los bancos y las columnas: "bendiciones prestadas", decían algunos; "palabras para provocar", murmuraban otros; y alguien se atrevió a susurrar que la joven había variado el texto del ritual, que había puesto algo que no tocaba. La corte devoraba ese tipo de noticias como quien consume azúcar que sabe a peligro.

Rowena sintió la mirada de muchos sobre su nuca. Lady Evelin la observó con una sonrisa que ya no era simplemente hospitalidad; en ella había cálculo, una pieza que se estudia con lupa. Iren la miró con incomodidad: sus labios apretados decían más que cualquiera de los cuchicheos.

—Has algo que no logré leer —dijo Iren cuando pudieron caminar hacia las salas menores—. Parecías oponer una pregunta en lugar de pedir piedad.

—Porque a veces lo que pedimos es menos importante que lo que damos —contestó Rowena—. No busco quebrar lo que funciona. Solo mostrar que hay quienes cobran por bendecir lo que nos pertenece de nacimiento.

Iren resopló. No era una hermana del templo para las controversias; comprendía la paz como límite.

Agneo se acercó en cuanto la multitud comenzó a dispersarse. Lo hizo con la velocidad discreta de quien conoce el paso de los sirvientes. Llevaba un pequeño pliegue atado que no olía a cortesía.

—Buen trabajo —murmuró él—. No todos saben sembrar como lo hiciste. Has devuelto una pregunta al aire sin ensuciar la liturgia.

—¿Pregunta o acusación? —Rowena preguntó.

—Eso depende de quien la escuche —dijo Agneo—. Un señor que teme será susceptible; un señor seguro se mofa. Lo que hiciste fue hacer dudar al satisfecho.

Rowena buscó una señal más explícita, algo que no fuera mera frase.

—La luna de plata —añadió Agneo, con un tono que quería ser apenas un eco—. Pudiste haber la mostrado sin cubrirla. Susan la luna. No la escondes si no quieres promesa.

Rowena asintió. Comprendió el matiz: había hecho ver que la luna podía ser prestada, que la corona daba reflejos que no siempre eran suyos. Había tocado la fibra correcta.

En la corte, los rumores crecían como flores manejadas por un jardinero avezado. El chambelán, que observaba desde una distancia estratégica, iba recibiendo piezas de esa conversación. No todas las piezas agradaban a las mismas manos. Lady Evelin tomó su té con la compostura de quien recoge una hebra de conversación para transformarla en red. Un marqués de mejillas pálidas pidió a un enviado que averiguara quién había enseñado a Rowena a hablar así...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 08.11.2025

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