Rowena

Capítulo 28

La corte se extendía como un tapiz de voces y pasillos: nudos y hebras que podían tensarse hasta partirse. Rowena aprendía a ver esos trazos como quien aprende a leer la urdimbre de una tela vieja; cada gesto, cada saludo, cada trasegar de bandejas o suspiro en los corredores del servicio señalaba una dirección posible. Si la política era una canción, ella ahora intentaba descubrir la armonía que sostenía la melodía.

Primera luz del alba. El patio de servicio olía a pan recién horneado y a grasa de herrería. Las domésticas discutían sobre el reparto de panecillos; los mozos cambiaban cuchicheos con la destreza de quienes saben que la información vale más que una moneda de cobre. Rowena se movía entre ellos con la discreción de quien ha pasado años aprendiendo a quedar en las sombras sin desaparecer. No estaba allí para ser vista como novedad del templo; estaba para escuchar y para devolver favores pequeños que cobraran sentido después.

—¿Has oído de la nueva capataz? —preguntó Marta, la cocinera, con la cuchara apoyada en la cadera—. Dicen que la baronesa la puso por su sobrina.

—Todo es por sobrina y por borde —respondió en voz baja Tomas, el lacayo que cuidaba los establos—. Pero el señor marqués le está dando atenciones; la chica sabe mover las manos y la lengua.

Rowena sonrió con una neutralidad calculada. Conocía a Tomas; su ambición era simple y sus presuposiciones todavía más. Le acercó un pan, la mano quedó un segundo más de la cuenta sobre la suya; un gesto de generosidad que siempre paga dividendos.

—Tomas —dijo ella con voz baja—. La capataz no tiene costumbre de hablar claro sobre las líneas de suministro. Si supieras quién regala las raciones extra, podrías barajar mejor tu situación.

El joven fijó la mirada, alerta como un perro que ha olido una vianda. No necesitó más. Rowena le lanzó una frase al oído, algo descuidado sobre un supuesto desacuerdo entre la capataz y un miembro del servicio del marqués: una discusión sobre quién había tomado trigo de más para una cena particular. No era verdad del todo; era una hebra que aún no existía, pero su sugerencia bastó para que Tomas la transformara en rumor y lo llevara donde convenía: a oídos de la baronesa.

La baronesa, en efecto, pronto supo que el marqués estaba enojado por las raciones. En la sala de lo íntimo, donde los pequeños nobles conversaban con el tono de quien prepara un ardid, las miradas buscaron nuevas alianzas. Un murmullo favorable a Rowena nació entre los mozos más jóvenes: ella había movido una ficha que nadie más había notado. Era un gesto menor que podía costar nada y que, con el tiempo, sumaría confianza.

No fue todo manipulación y cálculo. El hilo que Rowena tiraba también servía para cubrir y proteger.

A mediodía, mientras el sol inclinaba su ventana hacia la calle comercial, una afrenta llegó envuelta en seda. La plaza del mercado, donde su madre solía vender bordados modestos, fue el escenario. La señora Halder, mujer del gremio de tejidos y favorita de Lady Evelin para castigar a los "incorregibles", decidió que la madre de Rowena debía recibir una lección pública por no pagar el arancel correcto. Muchos mercados utilizaban la humillación como disciplina; la señora Halder lo hacía como espectáculo.

—¿No es la madre de la novicia del templo? —dijo la señora Halder con voz aguda, haciendo circular la acusación como si fuera una madeja fácil de romper—. Debe aprender que la misericordia no exonera de contribución.

El grupo que se había reunido junto a las mesas de telas murmuró con interés. La madre de Rowena, una mujer que había envejecido bordando y contando historias para que los compradores supieran a qué compraban, sintió el rubor de la ofensa. La escena prometía convertirse en escarnio público: la señora Halder quería expurgar de manera ejemplar.

Rowena llegó sin anunciarse. No subió al estrado ni pidió audiencia; se inclinó y habló como quien atiende la mercancía de un puesto...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 08.11.2025

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