Ella tomó la decisión de reducir su exposición pública. Vendría a la corte, como había prometido al rey, pero en días más discretos; trabajaría en los pasillos, no en las plazas, y no pediría grandes gestos que pudieran provocar una respuesta desmedida.
Sin embargo, la noche trajo un sobresalto que nadie esperaba: un mensajero sin sello, solo con la firma del chambelán -o así lo decía su carta- dejó un recado en la puerta de la casa de Rowena. La nota, escrita con tinta pálida, contenía una frase que colmó de inquietud: "Cuida de tus hilos. Hay tijeras afiladas en el servicio". No indicaba autor, pero su presencia en la casa de su madre habló de que la sombra se extendía no solo en la corte sino en el conjunto de la ciudad.
Rowena tocó la nota y sintió el papel como si tuviera la textura de la tela de la que hablábamos antes: fino, pero resistente. Comprendió que la guerra que se iniciaba era una de paciencia y tiempo, no de espadas ni de asaltos nocturnos. Había una inteligencia que buscaba cortar donde no se ve.
La lección que aprendió fue doble: tejer redes funciona mientras las manos se sostengan entre sí, pero para sostenerlas hace falta que cada nudo tenga su propia fuerza. Protegió a su madre, consolidó favores en la cocina, encargó a Tomas que mantuviera su palabra y a Agneo que siguiera al investigador. Plantó pequeñas semillas de confianza entre mozos y pequeños nobles y preparó pruebas para el escrutinio.
A la mañana siguiente, una reprise: Garde se presentó ante la señora Halder con un gesto de investigador curioso, y preguntó por la casa de la madre de Rowena. La señora Halder lo miró con mezcla de sospecha y satisfacción; había captado la posibilidad de acabar con el favor que le había escamoteado la humillación. Pero antes de que pudiera actuar, alguien interrumpió: el marqués menor al que Rowena había auxiliado con una confidencia se presentó—no por coincidencia, sino por deuda—y afirmó conocer a la familia de Rowena desde hace años. Testificó con firmeza que la mujer y su hija eran personas de oficio, honestas y sin vínculos con delitos. Fue un acto pequeño: una palabra pública que no cambia tratados, pero que enjuga polvo de acusación.
Lady Evelin observó la escena desde lejos, su sonrisa era un cálculo. La amenaza se mantenía, pero la respuesta había mostrado que la red de Rowena ya no se sostenía sobre débiles, sino que aprendía el arte de un nudo común.
Cuando la jornada terminaba, Rowena se quedó mirando su reflejo en el estanque del jardín del templo. Pensó en los hilos, en la fragilidad y la resistencia, y en la inevitabilidad del conflicto. Había ganado pequeñas batallas y había forjado aliados, pero la oferta del rey, la investigación que arañaba su pasado y la amenaza de Lady Evelin seguían siendo piezas atadas con nudos que no siempre estaban en su control.
La corte, con sus carcajadas y sus silencios, siguió con su música. Rowena no había buscado el protagonismo, pero el protagonismo la había encontrado. Sabía ahora que la conversación que había sembrado en el altar no era un gesto aislado: era el comienzo de un tejido. Tendría que endurecer las hebras, hacer seguros los nudos y no perder de vista a los que blandían tijeras.
Al final de la noche, Agneo la acompañó hasta la puerta del templo. Antes de despedirse, dejó caer un comentario en voz baja que olía a advertencia y a promesa.
—Si te atacan por el pasado, ataca por la verdad. No con odios, sino con datos. Y si la guerra llega a la puerta de tu madre, dímelo antes de que ella se entere. Te ayudaré a apagar el fuego antes de que queme la casa.
Rowena asintió. Sabía que la lucha sería larga y que los hilos podían convertirse en ataduras si no aprendía a soltarlos a tiempo. Se pasó la mano sobre la luna de plata que llevaba en la solapa, como quien siente el frío de un metal que no miente y que, a veces, debe recordarle que la devoción es útil pero las estrategias la sostienen.
La corte ya había empezado su error: la devaluación de quienes osan cambiar pequeñas reglas. No era solo una guerra de palabras; era la danza de costumbres que se negaban a morir. Y Rowena, tejedoras y testigo, se disponía a sostener su trabajo con la pericia de quien sabe que los hilos cambian el mapa de la ciudad. La primera amenaza quedó hecha. Pero en cada mesa, en cada cocina y en cada sala, había manos que aprendían a hacer nudos. Y en esa multiplicidad de manos, la fortaleza crecía...
Editado: 28.11.2025