Rowena

Capítulo 33

La mañana amaneció como una copa llena que hubiera sido apenas rozada por la lengua del viento: cristalina, tensa, con la promesa de derramarse en cualquier momento. En el atrio del templo, las velas parecían pulseras de cera que sostenían su propia calma; los bancos olían a madera barnizada y a rosario húmedo. Rowena se movía entre telas y susurros, ajustando el paño que debía ceñir su cabeza y la lana que caería como hábito sobre sus hombros. Todo en ella debía parecer menor en la ostentación pero mayor en la intención: votos públicos que compraban puertas cerradas.

Los preparativos eran rituales y utilitarios a la vez. Las monjas, con manos acostumbradas a la repetición, colocaban el libro de plegarias donde las letras parecían orillas de un río. Lysa supervisaba sin levantar la voz; su mirada, profunda y paciente, era la marca de quien ha visto juramentos romperse en las orillas de la compasión. Agneo, de pie junto a la entrada, repartía las invitaciones como si fueran piedras presentadas a un cortejo: preservando distancia, midiendo entradas.

—No pongas la flor tan cerca del broche —susurró Lysa mientras pasaba un hilo por el dobladillo del velo de Rowena—. No es sólo belleza lo que se ofrece en esta ceremonia; es la apariencia de una decisión. Debe parecer limpia.

Rowena la miró y, por un instante, la duda le afloró en los ojos como un río que se contempla en la superficie. Había elegido los votos por conveniencia; lo había dicho en voz baja al rey y lo repetía ahora en labios preparatorios: necesitaba acceso a las cámaras privadas del palacio —las salas donde se guardaban los documentos de correspondencia, las cuentas que mostraban favores y deudas—. No era la primera vez que la estrategia requería una forma de piedad; pero la palabra "convención" pesaba en su garganta como un ladrillo.

—¿Piensas que es mentira? —preguntó Lysa con suavidad, rozando la mejilla de Rowena con un gesto que no era exactamente caricia, sino un reconocimiento—. Hay veces en que los votos son herramientas. Otras, son refugio.

Rowena sostuvo la mano de su compañera. No necesitó hablar para confesar la hondura de su incertidumbre; su mirada ya lo decía.

—A veces me pregunto si haré daño a quienes creen en las palabras —murmuró—. Si lo que ofrezco aquí no es devoción, ¿será una ofensa? ¿O es más falta no usar lo que tengo para cambiar algo de nuestras costumbres?

Lysa dejó que la tela cayera. Sus dedos, que conocían el peso de la paciencia, extrajeron de su propio bolsillo una pieza pequeña, envuelta en lino: una medalla de hierro con la imagen de una luna menguante. La devolvió a Rowena con el mismo gesto con que se entrega una llave.

—Toma —dijo—. No es un sacramento. Es un recordatorio. Cuando la fachada pese, recuerda quién eres fuera de ella. Si pierdes el rumbo, la luna te será familiar; no olvida las noches que le dieron luz.

Rowena puso la medalla junto al corazón. El metal estaba frío como la promesa de quien la forjó, pero en su pulso tuvo la certeza de algo compartido: un compromiso íntimo que no aparecía entre las columnas de la iglesia ni en los sermones. Lysa no aprobaba necesariamente la maniobra; lo que Lysa temía y callaba era distinto a lo que iba a impedirlo. La sospecha no se convertía en censura; era una mano que ofrecía un hilo de amparo.

—No te diré que me guste —agregó Lysa—. Pero si vas a vestir esto en público, que al menos lo uses para abrir puertas a los débiles y no para cerrarlas.

Rowena asintió. No necesitó prometerle más...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 28.11.2025

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