—¿Lo conociste? —preguntó Lysa, buscando esa línea entre curiosidad pastoral y deber vigilante.
Rowena respiró hondo y por un instante reveló un brillo antiguo en los ojos.
—Sí —confesó—. Conocí lo que hacía, pero no me vendí a su modo. Me las arreglé para escapar, y esas puertas las cerré. Creí que lo había hecho para siempre.
Lysa guardó silencio. No era su costumbre empujar a alguien a enfrentarse con su pasado; tampoco era su costumbre ignorar un peligro que podía salpicar a toda la comunidad.
—No podemos enfrentar esto a la ligera —dijo—. Ravel no actúa solo. Donde hay chantaje, hay quienes pagan por guardar silencio.
Rowena apretó la medalla hasta que sintió que el metal casi se calentaba por la presión. La vulnerabilidad no era el único riesgo; lo era también el daño que podría alcanzar a quienes la habían ayudado. La nota, además, había traído algo más: un pequeño paquete de cordel con un objeto dentro. Lo deshizo con manos que habían aprendido a registrar oficios desconocidos. Era una cuenta de hueso, pequeña, pulida por años, con una muesca en forma de luna. Rowena la reconoció en un instante: era una marca que Ravel usaba para identificar a quienes había "protegido".
—Lo guarda como prueba de propiedad —dijo Rowena con voz baja—. No es sólo amenaza hacia mí; la cuenta puede servir para enlazar nombres, fechas, lugares. Con ella, puede escribir la historia que le convenga.
Lysa observó la pieza, luego a Rowena, y su cara se endureció con decisión contenida.
—¿Vienes a decirme que actúe? —preguntó.
—Te digo que lo sepas —contestó Rowena—. Si me apuestas a la honestidad, sabrás que no voy a huir. Pero tampoco pondré en riesgo a nadie más.
Lysa cerró los ojos un segundo, como quien escucha una campana que no quiere seguir sonando. Cuando volvió a mirar, su expresión había cambiado; ya no era únicamente la de la superiora que vigila la ley del convento, era la de una mujer que concede espacio al misterio de las decisiones del otro.
—Entonces haremos lo que podamos —respondió—. Te protegeré en lo que pueda desde aquí. Pero si esto se vuelve público, nuestras manos deben estar listas para sostener la verdad.
La promesa no era una alianza militar; era una línea de contención. Lysa no investigaría por iniciativa, no movería piezas de la jerarquía por temor o por celo, pero tampoco permitiría que los suyos quedaran como objetivos fáciles. Era una prudencia que no gritaba.
Casi al anochecer, cuando el templo cerró las puertas y sólo quedaban los ecos, alguien golpeó el portón con la paciencia de quien tiene intenciones y tiempo. Abrieron y apareció un hombre encapuchado; la capucha se echó atrás con el gesto de quien sabe que ha llegado al lugar correcto. Su rostro, marcado por cicatrices de viejas nóminas, tenía un nombre claro y desdeñoso: Ravel.
—Rowena —dijo con la voz de quien no olvida tratos—. Hiciste votos hoy. Felicidades. Pero los votos no borran las cuentas. Tengo papeles, nombres y esta —sacó una bolsa con monedas y objetos—. No me gusta las obras pías a menos que paguen.
Rowena no se movió. La luna de hierro descansó sobre su pecho como testigo. No mostró miedo; mostró la calma de quien ha medido el riesgo.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Ravel sonrió con una mueca que olía a rencor y a cálculo.
—Lo que siempre. Dinero, protección... o que me dejes abrir puertas y nombrar los nombres que te convienen callar. Y si no, Lady Evelin estará encantada de oír una historia sobre una hermana que viene de la calle.
La amenaza puntualizaba la fragilidad de su voto de conveniencia. Era un tirón que buscaba deshacer sus nudos. Rowena respondió con una calma que no era sumisión, sino estrategia.
—No me pides algo nuevo —dijo—. Pero no podré darte lo que no tengo. Si quieres monedas, pregunta a quienes me deben. Si quieres nombres, no serán míos.
Ravel resopló. No era hombre de orgullo, sino de utilidades. Su mano cerró la bolsa un poco más fuerte.
—Cuidado —advirtió—. Las monedas se pueden pedir en préstamo. Y los nombres, si no vienen de ti, vendrán de donde menos lo esperas...
Editado: 20.12.2025