Rowena

Capitulo 44

No todas las lealtades se fraguaban en conferencias y tratos; algunas se tejían con pequeñas certezas humanas. En la cocina del templo trabajaba Timo, un niño del servicio de ojos grandes y manos siempre manchadas. Había visto más sueño en las calles de lo que le correspondía y, por eso, una noche, cuando un pequeño lote de velas desapareció del almacén y los señores de la casa comenzaron a buscar culpables, Rowena decidió protegerlo.

Se lo llevó al refectorio, lejos de oídos que gustaran de la acusación pública.

—Timo —dijo, sentándose a su altura—. Si te preguntan, dirás que estuviste limpiando el salón de la biblioteca. Que te distrajiste con un libro y no viste llegar al señor que las cargó.

—¿Me mentirás por eso? —preguntó con voz pequeña.

Rowena posó la mano sobre su cabello como si pudiera sellar la promesa.

—Te enseñaré una mentira que protege, no que hace daño a otros —explicó—. Si alguna vez puedes decir la verdad sin que te hiera, dilo. Pero ahora no. Ahora te pido que te cuides.

Casi sin aliento, Timo repitió la frase que ella le dio, como quien aprende una plegaria nueva. La enseñanza fue un acto de ternura y cálculo: Rowena no quería que el niño terminara en la lista de sospechosos por un lote de velas. Hermana Lysa la observó de lejos, con los ojos llenos de la preocupación que nacía en las grietas de la moral. No dijo nada. Lysa había sido, desde el inicio, su confidente y su conciencia; su silencio no era consentimiento, sino miedo de que la denuncia pusiera a Rowena en peores manos. Esa tensión fue una cuerda bajo la que vibraba su relación: comprensión parcial, temor completo.

Los rumores de Evelin, las maniobras de Halver y la vigilancia discreta de Jorren comenzaron a entrelazarse en modos que Rowena comprobó con la precisión de quien lee mapas: la casa real era un tejido con costuras visibles y otras subterráneas. Empezó a colocar pequeñas fichas en la mesa: ayudas a comerciantes, favores a lacayos, apoyo a redes de provisión. Nada que fuera ostentoso, todo medido para no enojar a quienes ya la miraban con desconfianza. Pero la sensación de peligro nunca la abandonó. Cada contribución pequeña que hacía para estabilizar la ciudad podía volverse en su contra si caía en manos equivocadas.

Fue en el umbral de esa red, en el atardecer, cuando apareció alguien que no había visto desde los días en que el salitre marcaba su cabello y la ciudad del puerto le había dado nombre de mujer endurecida: Silas Corvo. Él se detuvo en la esquina del patio del templo como quien ha vuelto de un viaje largo y trae consigo viento ajeno. Su ropa tenía costuras remendadas, ojos de hombre que ha negociado deudas y pérdidas. Pero sus manos, acostumbradas a atrapar rizos de cuerdas y cuentas, sostenían algo más: un pliego envuelto en cuero.

Rowena lo vio y sintió que un músculo se le tensaba, no por sorpresa sino por reconocimiento. Silas había sido, años atrás, cobrador y protector en las sombras del puerto, alguien que había cobrado más deudas que afectos. Había desaparecido cuando ella decidió ponerse el hábito. Y sin embargo estaba allí, como si el mundo tuviera memoria.

—Rowena —dijo Silas con una voz que sonaba como un puerto en calma y tormenta—. Pensé que habías elegido el silencio del templo. Pensé que te habías vuelto de otra gente.

Ella guardó la compostura, pero no pudo evitar que la respiración se acortara.

—Silas —respondió—. ¿Qué buscas aquí?

Silas dejó caer el pliego sobre uno de los bancos de piedra, sin necesidad de abrirlo, como quien sabe que el rumor hace el resto del trabajo.

—No vengo a pedir, vengo a ofrecer. Traigo cuentas y nombres. Algunos de ellos gustarán a Lady Evelin; otros servirán para limpiar la cara sucia de los que se creen puros. Pero te aviso: tengo papeles que pueden decir quién eras en el muelle —prosiguió—. Y hay gente dispuesta a pagar por esas pruebas...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 20.12.2025

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