Rowena

Capitulo 46

El día señalado amaneció con una claridad templada que parecía querer obligar a las sombras a ordenarse. En el ala de la corte donde las lámparas de aceite aún humeaban por la noche, las doncellas colgaban telas y plegaban vestidos con la precisión de quienes saben que incluso una arruga puede ser un argumento. La ceremonia que iban a celebrar no era de las grandes que llenan plazas y provoca aplausos, pero sí la clase de rito menor que se filtra en las costuras del poder: suficiente para convertir un favor en algo público, en palabras que obligan.

Los preparativos olían a cera y a pergamino. Poemas nuevos circulaban en voz baja por los pasillos —versos sencillos que hablaban de manos ofrecidas como pactos y de promesas que se sellaban con la vista—. La simbología había sido deliberadamente escogida por la Casa Real y por quienes intentaban hacer de aquel gesto cotidiano una obligación con peso. En el centro de la sala de audiencias se colocó una pieza: una mano de bronce sobre un cojín, la palma abierta hacia el cielo. No era grande, no buscaba imponerse; su fuerza residía en lo que representaba: la mano que ofrece, la mano que ampara y la mano que reclama.

Rowena se vistió con ropas que mezclaban la sobriedad del templo y la pulcritud de la corte: lino oscuro, una estola sencilla y la medalla de hierro que siempre llevaba oculta bajo la gola. No buscaba el espectáculo; nunca lo había buscado. Pero esta vez su papel exigía que la imagen fuera exacta. Hermana Lysa la ayudó a ajustar la estola. Sus manos eran hábiles y, por un momento, se detuvo junto a la mesa donde ardían las velas ceremoniales. Todas fueron prendidas con un gesto común, salvo una: Lysa dejó una vela sin encender. No dijo nada. Rowena la miró y entendió la advertencia en silencio. La vela sin llama, en medio de luz, era un mensaje codificado: cuidado.

—No la enciendas —susurró Lysa—. No hoy. Si la comparan con las que arden, sabrán qué falta.

Rowena asintió y sintió la calma que proviene de la complicidad. Había más en juego que una ceremonia.

El salón se pobló de la gente de siempre: consejeros con miradas medidas, damas con peinados que obedecían rumores, mercaderes invitados para dar credibilidad a la presencia del Círculo Mercantil, y los miembros del Consejo que esperaban, como siempre, ver y ser vistos. Entre ellos, un hombre de mediana edad, de rostro profesional y manos limpias, fue colocado cerca del trono: Consejero Aldric. Él iba a ser el eje de la jugada. Rowena lo había elegido semanas antes, cuando las redes de favores y de provisiones que había ido hilando alcanzaron lo suficiente como para permitir un gesto público. Aldric no era un hombre de estridencias: sus votos en la Cámara eran templados y valiosos. Si la Casa Real le daba amparo, su legitimidad hacia los intereses del Círculo Mercantil se haría visible. Esa visibilidad era lo que Rowena venía a convertir en derecho.

La ceremonia comenzó con la lectura de un poema. Una joven voz recitó versos que hablaban de manos que se extienden y puentes que se tienden, y la audiencia repitió pasos aprendidos. Cuando llegó el momento de la entrega, el rey tomó la mano de bronce entre sus dedos, la giró bajo la luz y, como dicta la liturgia, ofreció la palma hacia quien sería amparado. No era una ceremonia larga, pero la precisión con que fue ejecutada hacía que cada gesto significara.

Rowena se adelantó. No para tomar la mano —eso le correspondía al monarca—, sino para pronunciar la fórmula que sellaba el acto: no una petición, sino una constatación. Su voz, sin microfonía, atravesó la sala con la certeza de la que sabe que las palabras bien colocadas gobiernan más que las espadas.

—Que la Casa Real declare públicamente su favor —dijo—. Que el Consejero Aldric sea reconocido por la Corona como persona amparada ante disputas comerciales y amenazas de influencias externas...



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En el texto hay: mentiras, reina, ambicion

Editado: 20.12.2025

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