Aiden.
Ayer se negó a salir con Evie muy tarde. Cuando se fue de la casa de ella ya estaba anocheciendo, y lo que menos quiere es ponerla en peligro. Por lo que dejó la salida para hoy, temprano, obviamente.
Nunca había estado tan agradecido con su padre por obligarlo a algo, pero con eso de enseñarle a luchar, gracias. Ahora puede pasar más tiempo con Evie.
El viento le golpea salvajemente el rostro, le desordena su cabello, que se tardó veinte minutos en decidir cómo lo arreglaría. Se pasa la mano por sus mechones negros, intentando volverlo a su lugar, pero es inútil.
Llega a la puerta de la casa de Evie (o Christopher) y toca. Le da algo raro que ella viva con ese, pero no puede hacer nada al respecto. Evie aún no le ha dicho nada sobre cómo se conocieron o algún dato que le sirva. Y no lo puede soportar más, le dan ganas de tirarse de un quinto piso cada que miles de preguntas atacan su mente y no las puede responder. Se rinde y deja su cabello a merced del viento.
Pasan unos minutos y nada. No se abre la puerta. Toca otra vez.
»Quizá tenga que decir “Ábrete, sésamo”«.
Solo se escucha un sonido amortiguado de una guitarra eléctrica, tal vez. No sabe mucho de instrumentos, pero sabe que es una guitarra. La melodía es genial, como un caos que tiene un orden. El sonido cesa y ahora se puede escuchar con claridad unos pasos acercarse. Alguien abre de mala gana. Tiene el cabello igual de desordenado, pero algo le dice que él ni siquiera hizo un esfuerzo por arreglarlo. También tiene una camisa blanca mal puesta, con los botones desabrochados. Un polerón celeste ancho le tapa los brazos y su rostro parece demacrado. Ojeras le cubren la parte inferior de sus ojos y sus labios están partidos, pero aun así, sonríe.
—Lo supuse. Siempre que me molestan, se trata de alguien que, casualmente, se llama Aiden. Creo que me tendré que ir acostumbrando. —El tono de Christopher suena más cansado que de costumbre, aunque aún conserva ese toque burlón que parece no apagarse nunca. Se echa a un lado para dejarlo entrar—. Pasa.
Una vez adentro inspecciona el lugar, un poco (muy) desordenado. Hay una cocina y una sala de estar. Una escalera en espiral adorna una esquina de la planta inferior y en el pasillo hay dos habitaciones más. La puerta del primer cuarto está abierta y se alcanza a ver, en efecto, una guitarra eléctrica de un fuerte color azul.
—No sabía que tocaras la guitarra —señala Aiden, adentrándose en la sala.
—Oh, wow. Aplausos, por favor. Pensaste por ti mismo, qué milagro. ¿Pero qué te dice que esa guitarra es mía? —Lo sigue y reposa su espalda en el marco de la puerta.
—¿Quizá que antes de que aparecieras se escuchaba una? Deja de joder, Christopher. Por cierto, te ves fatal —aprovecha de decir. No quiere sonar preocupado, porque no lo está. Pero, sinceramente, nunca había visto a Christopher tan descuidado.
—Gracias, bonito halago —Christopher levanta el pulgar en un gesto de afirmación—. Evie llega en un segundo, se está arreglando. —Y se devuelve a su cuarto, cierra de un portazo y, segundos después, el instrumento ya está metido en una canción diferente.
Se sienta en el sillón más cercano y espera.
—Ah, Aiden. Llegaste.
Voltea y ve a Evie entrando en la sala. Se levanta y se rasca la cabeza.
—Sí. ¿Vamos?
Asiente.
Cuando están cerca, Aiden comienza a dar vueltas al anillo que tiene en su dedo. No planeó nada para hacer. Bueno... tal vez algo. No quiere parecer muy detallista, y menos intenso, nada parecido, y no sabe qué dirá cuando Evie vea...
—¿Qué es eso? —indaga ella.
Traga saliva.
—Nada... un picnic. ¿Te gustan las galletas? Tienen chispas de chocolate —se deja caer en la manta blanca del suelo que él mismo llevó antes de ir a buscarla. Toma una cajita de madera y la abre, dejando ver una docena de galletas—. Aún están tibias.
—¿Sabes hacer galletas? —le pregunta ella con los ojos muy abiertos, el único indicio de que está sorprendida.
No, no sabe. Estuvo luchando con las mezclas y el horno por tres horas. Pero no le dirá eso.
—Sí. —Se jacta.
Evie lo mira con los ojos entrecerrados hasta que se decide a tomar una galleta de la cajita. Él suspira, ni siquiera estaba consciente de que estaba conteniendo la respiración. Saca un mordisco y lo saborea, como si temiera estar comiendo algo crudo.
—Vamos, Evie, no está envenenado.
—Mhm… —masca despacio, mirando hacia la nada, como si analizara un vino fino—. No está mal.
Él casi se desploma de alivio. Nunca había sentido tanto miedo como el de recibir la aprobación de alguien, porque en serio que no recuerda ni cuál es la diferencia entre la leche descremada y la entera.
—Estaría mejor con helado —menciona Evie.
—¿De qué sabor?
—Chocolate.
—Qué suerte, justo traje helado de ese —»Maldito mentiroso, compraste los diez sabores de helado más populares para ver cuál era su preferido«.
»Curiosidad«, se repite, como si eso lo justificara.
Saca de una canasta que dejó ahí un tarro de helado de chocolate y se lo entrega. Ella se echa en su galleta y la tapa con otra, haciendo un sándwich y se lo come.
—Y... ¿Cuándo llegaste a la ciudad? Estoy seguro de que no te había visto antes —»Obvio que no la viste, estúpido. Si llegaste hace unos meses aquí«. Al parecer, sus pensamientos ahora son su peor enemigo.
—Unas semanas antes de entrar a esa cosa de escuela no sé cuantito.
Anotado.
—¿Y cómo conociste a Christopher? —Si ella está dispuesta a responder, él aprovechará al máximo cada segundo.
—Mm... lo conocí en una cafetería. —Contesta brevemente.
—¿Y por casualidad conoces a alguien que se llama Summer? Tiene cabello naranja y mide casi lo mismo que tú, más o menos. —La pregunta se le sale antes de poder reprimirla.
Evie se tensa visiblemente y intenta disimularlo recostándose de espaldas en la manta.