Rubí dejó escapar aire de los pulmones, como si se quitara un peso de encima, Khlaid le proponía un asunto dónde negociaba con ella su libertad. Quería casarse, para lograr ser el rey de su país, a costa de ella, como era habitual, en los hombres de poder, y le había pedido que lo ayudara. Así de simple.
— Entonces, ¿aceptas?. No me has respondido Rubí.
«Y por qué no», pensó ella. Así obtenía su libertad y volvería a ver a su padre. Y solamente tendría que casarse con él.
— Acepto.
— Bien. Respondió él.
Rubí no esperó a cerrar el trato con un apretón de manos. Se giró y comenzó a caminar hacia la puerta dónde esperaba el avión, que ya estaba en la pista, se paró y volvió la vista atrás.
— Debo advertirte algo, ya que vas a ser mi marido, puedo ser un poco difícil de manejar. Pero esto lo hago por mi libertad.
Un destello de diversión brilló en los ojos de Khalid.
— Ya lo sé. Pero al igual que tú, yo nunca pierdo, siempre ganó.
Él no era ningún defensor del matrimonio. A khalid la idea de estar atado, de pertenecer a alguien, lo enfurecía. Pero el pensamiento de él, estaba puesto en la victoria y la compensación que llevaba buscando tantos años atrás. Que lo llamaran su majestad, el soberano de Qatar. Rubí observaba la oscuridad de la noche por una minúscula ventanita del avión.
— Vaya, menudo avión, este que tienes, señor del desierto.
Vestido con unos pantalones negros y un suéter también negro, Khalid levantó la vista del periódico que tenía al frente y asintió.
— Gracias. Creo que es muy cómodo, y ya que vamos a hacer marido y mujer, llámame Khalid.
— Ok, lo llamaré Khalid, su majestad.
— Porque eres tan sarcástica.
— Ya me conoces. Khalid, así es que quiere que lo llame su majestad.
— Está bien Rubí, dejemos el chiste.
«Cómodo» no parecía el término más adecuado para calificar a aquel avión. Por Dios debía de valer un millón de dólares, con asientos de cuero negros, alfombras persas, un cuarto de baño de mármol y un lujoso dormitorio. Eso era demasiado cómodo para ser verdad. Dejó escapar un suspiro de melancolía. Al recordar a su padre, que estaría haciendo. Khlaid la miro y vio tristeza en sus ojos, que le hizo recordar a su difunta esposa.
— A partir de ahora, Rubí, tu vida va a cambiar, cuando lleguemos a mi país, no casaremos y serás la princesa Rubí de Hassan.
— A mí no me interesa ser princesa. Replicó ella.
Khalid asintió.
— Pues tendrás que aceptarlo, porque serás mi mujer y eso significa que serás una princesa.
Rubí no me prestó atención a la conversación y volvió a centrarse en lo que estaba haciendo. Ahí estaba ella, sentada al lado de aquel hombre que le ofreció un trato, si se casaba con él obtendría su libertad, y estaba a bordo de un avión privado, cuando solo unas horas antes se despedía de su padre. Era algo surrealista.
Bebió un sorbo de agua y sonrió un momento. No sabía cuánto tiempo, sería la esposa de Khalid. Aquel hombre, con el que había jugado con su padre, y le había ganado la apuesta, y pronto sería su marido con todas las de la ley. Rubí fijó la vista en Khalid y lo fue examinando con la mirada.
Estaba tan seductor, tan peligroso y tan bello con el suéter y los pantalones negros... De dónde sacaba aquel impulso de lanzarse en sus brazos. Obvio que estaba perdiendo la cordura, con ese pensamiento. Vaya, tenía un problema grave. Trató de apartar de su mente esos pensamientos tan íntimos y se obligó a mantener una fachada de despreocupación.
— Aún no puedo creer que me haya metido en este problema contigo, de casarnos. Comentó ella.
— Y yo no puedo pensar que haya tenido que recurrir, a un trato contigo por tu libertad.
— ¿Entonces, por qué lo has hecho?
Él se concentró en su periódico y no respondió.
— ¿Merece la pena todo esto Khalid, por impresionar tu familia al volver a casa?
Preguntó ella.
Él levantó la vista. La irritación velaba sus ojos.
— No intento impresionar a nadie, Rubí, solo es otra cosa.
— ¿Ah, no? ¿Y entonces, por qué lo has hecho?
— Esto es a lo que te referías cuando dijiste que eras «difícil de manejar», ¿no?. Preguntó él secamente.
— Exactamente, nunca me voy a quedar callada, sumisa a un hombre. Contestó ella, con una sonrisa.
— Vaya que tienes carácter muchachita.