Ruinas en las tinieblas (un cuento oscuro 0.6)

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Keiran jamás había dudado que Alai lo detestaba. Sus golpes durante los entrenamientos, más fuertes y más directos que los de cualquiera de sus compañeros, y sus comentarios burlones y afilados así se lo hacían ver. Siempre estaba buscando una oportunidad para fustigarlo, para probar los límites de su temperamento, tanto dentro de los círculos de entrenamiento dannan como fuera de ellos.

El verano anterior a que él cumpliera diecisiete años y Alai los dieciocho, el guerrero de cabellos cobrizos consiguió por fin que su paciencia se terminase. La suya y la de su abuelo, que siempre supervisaba los entrenamientos de su nieto. Eso los metió en un buen lío a los dos. Y también hizo que su relación diera un paso adelante.

Había muchas cosas que caracterizaban a los dannan como nación, entre ellas las estrictas normas que regían los entrenamientos y la formación de los guerreros. Todo aquel que las infringiese era castigado de una manera u otra, con mayor o menor severidad, pero nadie se libraba de las represalias. Ni siquiera el hijo del gobernante de la Casa y nieto del líder de sus ejércitos. Y mucho menos el hijo de una pareja de soldados rasos de la legión.

Una de las reglas básicas de los entrenamientos era que cuando el instructor mandaba parar, todo el mundo debía de quedarse quieto, dejar las armas al instante y alejarse de su contrincante. Acatar esa norma formaba parte también de la formación, pues era una manera de aprender a controlar los impulsos más primitivos y feroces que podían dominar a un guerrero durante la batalla. La violencia, el frenesí de la lucha y el olor de la sangre tenían una fuerte influencia en los feéricos y en sus comportamientos. A veces, dejarse llevar por esos instintos podía ser provechoso, ya que ayudaban a los guerreros a no pensar, a dejar que fuera el cuerpo que se moviera de una manera más intuitiva. Eso podía ahorrar tiempo en un ataque, pero también los hacía vulnerables a los ataques más elaborados.

Así que esa era una habilidad muy importante para los dannan; saber cuándo parar. Cuándo contenerse, cuándo volver del frenesí que los envolvía y los invitaba a perderse en él como si no fueran más que criaturas belicosas e irracionales. Como los feéricos menores que vivían en Tierra de Nadie y eran esclavos de sus instintos más bajos. Los fae, y sobre todo los guerreros, tenían que ser mejor que eso, marcar la diferencia.

Esa mañana de verano, Keiran falló estrepitosamente en esa lección tan importante. Dejó que su cuerpo siguiera moviéndose y que sus impulsos lo dominasen. No había sido capaz de hacer sangrar a Alai, pero el guerrero pelirrojo a él sí. La sonrisa burlona que adornaba su atractivo rostro, la visión de su propia sangre manchando la hoja de su enemigo y su olor, el de la herida que tenía en la mejilla y el de la satisfacción de su oponente, lo había desquiciado. No podía dejarlo marcharse del círculo en el que entrenaban así, con su propio orgullo lastimado y el Alai henchido. Así que Keiran siguió atacando.

Un ronroneo complacido resonó dentro de su cabeza cuando vio los ojos de Alai abrirse por la sorpresa al darse cuenta de que no se detendría. El choque de las espadas, la forma en la que el aire vibró a su alrededor y cómo el impacto subió por sus brazos solo hicieron que el gruñido animal en su interior se intensificase. Keiran atacó, soltó un golpe detrás de otro contra Alai, que no se quedó atrás a la hora de devolverle las estocadas.

Cuando su filo manchado de sangre estuvo a punto de volver a cortarlo, Keiran estuvo a punto de soltarla espada. Pero no para rendirse. Sino para saltar sobre él con las manos desnudas, hacia su cuello.

Quería hacerlo sangrar y le daba igual cómo. Con la espada, las uñas, los dientes, lo que fuera. Solo quería ver la sangre roja y caliente resbalando por la piel de su enemigo. Solo quería que aquel ronroneo animal que reverberaba dentro de su cabeza se callase y que la tensión que sentía dentro de su cuerpo se disipase.

Antes de que pudiera soltar la espada, unas manos lo agarraron por el cuello de la chaqueta de combate desde atrás, tirando de él, haciendo que su garganta se cerrase y se quedara sin aire. Puso los ojos en blanco antes de caer con torpeza sobre su espalda y soltar un gruñido de dolor entre dientes.

Cerró los ojos, como si la oscuridad detrás de sus párpados pudiera calmar las pulsaciones lacerantes que se extendían por su espalda y por el resto de su cuerpo. Y así fue. Las tinieblas tenían esa capacidad sanadora para Keiran, aunque él todavía no podía controlarlas.

Cuando abrió los ojos y se topó con una mirada de un color cobalto idéntica a la suya, la oscuridad en la que se había refugiado para aplacar su dolor le arrancó un estremecimiento. Lo que había en aquellos ojos le hizo recordar que, una vez más, había fallado. Se había dejado llevar por sus impulsos. Por aquella criatura que a pesar de no encontrarse todavía en su interior ya comenzaba a tener una influencia considerable en él. Un ser que clavaba sus garras negras de ónice en su cuerpo y que podía manejarlo a su antojo si Keiran no tenía cuidado.

Había dejado que el poder que había heredado de su padre y que empezaba a vibrar bajo su piel tomase el control.

Keiran tragó saliva y apartó la mirada mientras su abuelo, Gwylim, le tendía una mano para que se levantase. No lo miró en ningún momento, ni a él ni a ninguno de sus compañeros y compañeras, mientras este les decía a él y a Alai en voz alta el castigo por lo que había ocurrido en el círculo de entrenamiento. No protestó al escuchar el reproche velado que había en sus palabras, ni replicó al darse cuenta de que tendría que compartir más horas en compañía del guerrero que tanto lo hostigaba.



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En el texto hay: romance, guerra, faes

Editado: 26.07.2022

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