Su nueva piel era tan fuerte que ni los cristales ni los trozos de ladrillo consiguieron traspasarla. Apenas los sintió cosquillear sobre las brillantes escamas, que quedaron cubiertas por una feina película de polvo, blanquecina. Parecía ceniza.
Dirigió una mirada con sus ojos de color cobalto al bosque que rodeaba la casa. Las aletas de su nariz se abrieron y se cerraron, buscando el olor que acompañaba al ruido de guerra que lo había hecho lo suficientemente fuerte como para salir por fin al exterior, ocupando aquel nuevo cuerpo. Su recién estrenado hospedador había puesto más resistencia de la que se esperaba, pero por fin estaba fuera. Sus deseos de destrucción y de sangre caliente resbalando por sus dientes y sus garras se habían mezclado con la rabia y el dolor del Hijo Predilecto, poniéndolos en su contra.
No entendía por qué se había resistido tanto. Él podía darle todo lo que anhelada. Podía hacer realidad todos aquellos deseos oscuros que con tanto celo guardaba dentro de él. Juntos podían reducir aquel lugar y a aquellas criaturas débiles a un montón de escombros humeantes y huesos quebrados. Sus antepasados los habían llamado por aquello precisamente. Para traer la ruina a aquel mundo. Para dominar a aquellos que detestaban.
La criatura no lo entendía, pero ahora poco importaba. Se lo agradecería más tarde, cuando todo hubiera terminado. Y si no era así, bueno, por lo menos se habría divertido. Su hospedador anterior se había vuelto demasiado listo, había aprendido a dominarlo hacía ya mucho tiempo. El nuevo también aprendería a hacerlo; al final, todos lo hacían. Pero mientras ese momento no llegaba…
Una sonrisa se extendió por sus finos labios de reptil, dejando a la vista sus fauces. Se sacudió los cascotes con un movimiento ondulante de su poderoso cuerpo y comenzó a avanzar hacia el ruido y el olor de contienda, pero apenas había dado un par de pasos cuando los escuchó. A ellos y a ella.
Se encontraban pegados a la pared exterior de la casa, donde la piedra y la madera no habían quedado reducidas a añicos. Se veían tan pequeños desde su nueva altura, tan diferentes a cómo los veía el Hijo Predilecto. Las armas que portaban parecían poco más que mondadientes en sus manos sorprendentemente firmes mientras lo miraban con ojos desorbitados. Cargados de recelo y desconfianza. De miedo, incluso. Su sonrisa se hizo más grande.
Comenzó a girarse en su dirección; podrían ser un pequeño entretenimiento antes de empezar con el plato fuerte… Los guerreros agarraron con más fuerza sus armas, una espada y un hacha de dos hojas, posicionándose un poco por delante de la otra figura, más pequeña, que llevaba una daga ridícula en una de sus manos. Los ojos azules de la criatura se desviaron hasta ella cuando también dio un paso adelante, colocándose a la misma altura que los dos hombres.
La mujer habló, con sus ojos negros fijos en él, dirigiéndose a él, pero la criatura no escuchó. Frunció el ceño cuando la reconoció; a ella y a lo que había debajo de su piel. Algo que le pertenecía. Algo que era suyo. Algo que formaba parte de él, que era él mismo.
Sombras. Tinieblas vivas que serpenteaban en su sangre. El poder del que se alimentaba y que lo hacía existir.
¿Qué estaba haciendo allí? Tan fuerte, tan potente… Y, ¿por qué él no estaba también en ese lugar?
Ladeó la cabeza, sondeando a la mujer que se había quedado ahora muy quieta, sin apartar la mirada de su rostro de pesadilla. La criatura no tardó en comprender qué era lo que fallaba.
Había sombras en aquel recipiente, pero no había niebla. No le servía. Pero tampoco le molestaba. Si su hospedador actual moría, aquella mujer tenía posibilidades de convertirse en su nuevo hogar. Muerta no le servía. Pero sus compañeros…
El olor a sangre se hizo más fuerte detrás de él. Los aullidos de guerra rompieron la quietud del bosque. Las promesas de aquellos olores y aquellos sonidos arrullaron sus sentidos. La diversión estaba teniendo lugar sin él, y eso no podía ocurrir.
Dejó escapar un gruñido bajo, dio la vuelta y echó a correr. Su cuerpo grande y pesado se movió con sigilo entre los árboles, sin romper ramas ni quebrar troncos. Las hojas nuevas que había traído la primavera susurraron a su paso, sobre su cabeza. La tierra húmeda murmuró debajo de sus pasos rápidos y las sombras sisearon, acompañándolo en su camino. No se detuvo ni cuando las primeras casas aparecieron en su camino, pero sí disminuyó el ritmo de sus zancadas; contra el suelo empedrado sus garras podían resonar, y él quería aparecer a la vista de todos como una sorpresa. Puede que sintieran ya su poder agitando el aire, llenándolo con el olor de la Casa, pero no era lo mismo ver a un dios que sentirlo. Y menos uno con un poder como aquel. Un poder que se alimentaba de las ilusiones y de la mente.
Cuando atisbó el primer grupo de guerreros, se detuvo al amparo de las sombras que proyectaba el alero de un edificio. La oscuridad formó un manto sobre su cuerpo, volviéndolo invisible a las miradas indiscretas. Contempló a los soldados danzar con sus armas en alto, moviéndose con sus compañeros y sus enemigos en aquel baile letal. Todos iban vestidos de negro, pero algunos tenían un diseño azul cobalto sobre el pecho; una serpiente curvada alrededor de una flor joven recién abierta. Otros llevaban uno diferente en las manchas de sus ropas; llamas lamiendo esferas de diferente tamaño, lunas en sus distintas fases, recordó. Los que llevaban el fuego y la luna en sus mangas tenían un agujero en la tela del pecho, en el mismo lugar en el que los demás soldados llevaban la serpiente y la flor.