El bosque de Gwydir se encontraba en el corazón mismo de Llanrhidian, no muy lejos de Irea. Keiran había escogido aquel lugar para empezar a buscar a Deian precisamente por esa razón y porque sabía que ningún dannan habría tratado de esconderse en aquel lugar. Aquella arboleda frondosa era el bosque más espeso de toda la Casa, ni siquiera en verano se filtraba el más mínimo rayo de sol entre las copas de los árboles. No tenía nada que envidiarle a los bosques salvajes de Tierra de Nadie, ni en espesor, ni en lo que se refería a las criaturas que moraban en él. Esa noche, lo que a Keiran más le interesaba de aquel oscuro lugar, eran sus sombras.
El poder de la Casa vibraba en cada recoveco del territorio, pero allí, en aquel punto de la tierra de los dannan, irónicamente, su fuerza era mayor que en ningún otro lugar. Pellizcaba su piel incluso a través de la ropa, susurraba sobre sus hombros, curvándose como serpientes a su alrededor. Su permanente olor a humedad y a rocío de la mañana lo tentaba a usarlo, a que lo tomase y lo moldease a su gusto. Y también lo tentaba a liberar lo que había en su interior, reposando, aunque no dormido.
Rhiannon y Iver llegaron escasas horas antes de que el amanecer empezase a despuntar. Keiran se giró despacio al escuchar el rumor de hojarasca a sus espaldas. No estaba preparado para enfrentarse cara a cara con lo que siempre consideraría que él le había hecho a su hermano.
Rhiannon se movía con su característico y silencioso andar ligero, escogiendo los lugares en los que poner los pies antes de dar cada paso. La criatura que se movía a su lado no lo tenía tan fácil, pero seguía siendo sorprendente su capacidad para moverse por un terreno como aquel sin emitir nada más que un siseo quedo, un roce de escamas contra hojas muertas y tierra húmeda.
Keiran se quedó muy quieto cuando sus ojos consiguieron distinguirlo en la penumbra del bosque. Su respiración se detuvo y una mano helada atenazó con fuerza su corazón, haciendo que este doliese con cada palpitación. Sin embargo, no dejó que ninguno de sus dos hermanos viera eso. Ni siquiera cuando su mirada se cruzó con la de Iver, de un color dorado oscuro, como bronce envejecido. Una mirada que parecía arder entre las escamas negras que rodeaban sus ojos.
Keiran lo contempló avanzar en silencio, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón, un gesto relajado que no reflejaba lo que sentía por dentro. A medida que su hermano avanzaba tenía que ir alzando un poco más la cabeza para poder mirarlo y no perder detalle de él; tres años atrás, cuando Iver se había enfrentado a la Turas Mara junto con Carys, el hijo pequeño de Kendrick y Lea le sacaba una cabeza a su hermano mayor. Ahora, le sacaba más de dos metros. Más de dos metros de músculo, rabia y dolor recubiertos por una piel de escamas brillantes que parecían haber sido talladas a partir del vidrio más negro.
Rhiannon se detuvo cuando llegó al lado de Keiran, pero Iver se quedó a una distancia considerable. Su cuerpo de serpiente se alzó un poco más del suelo, hasta casi rozar las altas ramas de los árboles. Sus ojos dorados analizaron a su hermano mayor y ahora gobernante de la Casa, entrecerrados. Un gesto que de haberse encontrado en su cuerpo fae habría hecho que apareciera una pequeña arruga entre sus cejas negras.
Lo más parecido que Iver le dedicó como saludo fue la lengua bífida que asomó brevemente entre sus labios, acompañada por un destello de dientes puntiagudos. Keiran sabía que su hermano estaba probando su poder, comprobando que de verdad se había convertido en el Hijo Predilecto de la Casa. Una confirmación de que sus padres habían muerto.
Rhiannon aguardó en silencio, mirando a uno y a otro. Cuando comprendió que Iver y Keiran no intercambiarían ni una sola palabra, sus hombros se hundieron y el sabor amargo de su decepción llenó la garganta de Keiran. Él se limitó a tenderle las dos manos y cerrar los dedos en torno a los suyos cuando Rhiannon se las tomó. Sus miradas se cruzaron un breve instante antes de que los dos cerrasen los ojos y se concentrasen en su tarea.
Las sombras de Rhiannon serpentearon entre sus dedos y se enroscaron en sus muñecas, mezclándose con las de Keiran. El poder de uno llamó al de la otra, y ambos se reconocieron como iguales, como partes separadas de un todo. La penumbra del bosque tembló y se retorció, como si se tratase de un ser vivo desperezándose. Un animal aguardando las órdenes de sus amos.
Rhiannon apretó suavemente las manos de Keiran, dándole la señal de que estaba preparada. Él le devolvió el gesto, todavía con los ojos cerrados, y con una orden silenciosa, las sombras comenzaron a rastrear toda la Casa de la Sombra y la Niebla. Keiran y Rhiannon les mostraron la imagen de Deian, se la describieron, sus facciones y también su olor. El permanente brillo acerado de sus ojos verdes y el constante desdén que impregnaba su aroma y que deformaba su rostro.
Keiran sabía las razones por las que el guerrero dannan había comenzado todo aquello. Su madre le había contado la historia que había detrás de aquellas sus miradas desdeñosas y cargadas de fría cólera, miradas que iban dirigidas tanto a la propia Lea como a sus cuatro hijos. Keiran por aquel entonces era apenas un niño, pero era lo suficientemente observador como para darse cuenta de que aquellas ojeadas injustificadas. Nunca las olvidaría, como tampoco el mensaje que su madre le había querido transmitir con aquella historia.
─No dejes que el deseo te envenene, mi pequeño príncipe. Y nunca, jamás, lo confundas con amor. El amor de verdad es algo muy hermoso. También puede hacer daño, pero no envenena. Tienes que aprender la diferencia si quieres ser un buen…